Rubén Amón-El País

No debería escandalizar que los líderes de Podemos se compren un chalé en la sierra, salvo a ellos mismos

No debería escandalizarnos que Pablo Iglesias e Irene Montero hayan decidido comprarse un chalé en la sierra. Quizá les debería escandalizar a ellos. El chalé en la sierra es un símbolo absoluto de la pequeña burguesía. Y un icono patrimonial del desarrollismo ochentero que contradice el fervor franciscano con que el líder de Podemos parecía desenvolverse en la política. Hasta su aspecto ascético y la perilla preconciliar contribuían a estilizar la imagen de un hombre sin inclinaciones materiales. Iglesias había inculcado la pedagogía de la ingravidez.

El justicierismo con que la sociedad escruta a la clase política constriñe a los grandes y pequeños líderes a observar una vida de abnegación espartana, más o menos como si la opulencia escurialense del PP en los tiempos del aznarismo hubiera escarmentado cualquier expectativa de vida acomodada. El Peugeot renqueante de Pedro Sánchez representaba el compromiso del rechazo a toda tentación materialista. Y el propio Iglesias renegaba de Guindos cuando el ministro de Economía adquirió un “ático de lujo” —va de retro— por un precio muy similar al que él mismo ha abonado por su dacha de Galapagar. Es la razón por la que los costaleros de Iglesias se han visto obligados a hacer propaganda de la diferencia. Lo de Guindos era una execrable inversión, como si invertir fuera un pecado atroz del capitalismo. Y lo de Iglesias es una concesión a la presión hipotecaria de las clases medias. Humanizan a Iglesias y Montero la contabilidad, el cálculo de la entrada, la disciplina de los plazos. Asumido el oprobio de 30 años pagando, terminarán convirtiéndose ambos en ejemplo de la tiranía de la banca.

Le parece a uno muy bien que la clase política prospere. Y le parece a uno muy mal que se haya arraigado en la opinión pública un resentimiento hacia los dirigentes que se adineran honestamente. Iglesias y Montero tienen derecho a proveerse, pensar en el futuro y velar por la familia. Otra cuestión es que el jardín japonés de su nueva villa, el área de invitados, el entorno paradisiaco y los dos ambientes en que se articula el salón desasosieguen a los okupas e inquieten a los camaradas anticapis que observan en Iglesias el furor antisistema.

Se explica así la proeza dialéctica con que el tito Monedero ha intentado edulcorar la prosaica operación inmobiliaria, llegando a escribir en Twitter que la hipoteca permite a Iglesias y Montero redimirse de un alquiler de 1.000 euros a cambio de una letra de 500. No salen las cuentas de ninguna manera, pero tampoco puede decirse que Juan Carlos Monedero haya sido demasiado convincente nunca con los números. Acaso le ha faltado decir que alquilar es tirar el dinero. Y que Montero e Iglesias responden miméticamente a la devoción celtibérica del ladrillo.

Iglesias es un líder en transformación. Se va acomodando. Y ha cruzado el umbral de la casta, a semejanza de aquel personaje de López Vázquez (“De camisa vieja a chaqueta nueva”) cuya prosperidad tanto alcanzaba el tótem del chalé como obligaba a revisar sus principios e ideología. Lo dice un aforismo anglosajón: quien es de derechas con 20 años no tiene corazón, y quien es de izquierdas con 40 no tiene cabeza.