La dimisión de Albert Rivera

JOSé ANTONIO ZARZALEJOS-EL CONFIDENCIAL

Estamos donde estamos, al menos en parte, porque Rivera no hizo antes del 23 de septiembre lo que promete hacer tras el 10-N. No sabe que el tiempo es un recurso perecedero

Antonio Hernández Mancha, presidente de Alianza Popular entre febrero de 1987 y enero de 1989, tuvo que renunciar al cargo y devolverle el liderazgo a Manuel Fraga. Aquel joven abogado del Estado cometió dos errores: no se hizo con el control del partido y patinó gravemente al interponer una fallida moción de censura contra Felipe González en 1987. En el mes de mayo de 1991, Adolfo Suárez, fundador y presidente del Centro Democrático y Social, presentó su dimisión irrevocable por los pésimos resultados electorales de su partido en las autonómicas y municipales de aquel año. En 2015, Rosa Díez, presidenta y fundadora de Unión, Progreso y Democracia, decidió no presentarse a la reelección en el congreso extraordinario de su formación tras el descalabro electoral en los comicios territoriales celebrados ese año. Antes, abandonó la formación críticamente el catedrático Francisco Sosa Wagner. Alianza Popular dejó de existir como tal para convertirse en 1990 en el Partido Popular; el CDS de Suárez se extinguió poco después de su retirada, y UPYD lo que queda se presenta con Ciudadanos en las próximas elecciones generales del 10-N, aunque Rosa Díez sigue fuera de la política activa.

Si Albert Rivera lleva su partido a un descalabro electoral dentro de unas semanas después de los buenos resultados obtenidos el 28 de abril, seguramente tendrá que dimitir. Porque ha cometido todos los errores que provocan estertores agónicos en los partidos. El más grave —y que trasciende los intereses de su formación e impacta sobre el sistema institucional— ha consistido en negarse tozuda e irracionalmente a negociar una fórmula de gobierno con el PSOE que librase a España de las cuartas elecciones en cuatro años. Con sus 57 diputados, hubieran formado una mayoría de 180 en el Congreso. Cuando advirtió su equivocación, en un quiebro alocado y cuando solo quedaban 36 horas para la conclusión de la ronda de consultas del Rey, ofreció una propuesta a Sánchez por completo inviable. Antes, se había negado, incluso, a entrevistarse con el presidente en funciones. Rehusó dos veces hacerlo al tiempo que desterraba al PSOE del ámbito del constitucionalismo.

No habían transcurrido dos semanas desde la convocatoria electoral cuando Rivera vuelve grupas y se muestra dispuesto a negociar con Pedro Sánchez que, como por arte de magia, ha dejado de estar connotado con los peores adjetivos descalificativos.

“El pánico hace milagros”, le ha respondido el secretario general del PSOE. Efectivamente: en las encuestas, Ciudadanos se despeña. En el camino, Albert Rivera ha dejado en la cuneta a colaboradores valiosos, y encarnada en la organización a un sector crítico reducido pero cualitativo. Por último, aunque no lo último, el presidente de Ciudadanos decidió presentar una moción de censura a Quim Torra después de haber despilfarrado su victoria electoral en Cataluña en diciembre de 2017 e importado a Madrid a la líder más reconocible de los naranjas en aquella comunidad: Inés Arrimadas. El resultado ha sido obvio: Torra tuvo más votos a favor que en su investidura y la iniciativa solo sirvió para constatar la división del constitucionalismo en Cataluña.

Por lo demás, Albert Rivera ha pretendido sustituir a Casado en el liderazgo de la derecha y sobrepasar al Partido Popular. No lo consiguió el 28-A y mucho menos el 26-M. Más aún: gracias a su contradictorio apoyo, ha entregado a los populares los resortes de poder en municipios y comunidades autónomas como Andalucía, Madrid, Murcia o Castilla y León. No hay forma de entender cómo se quiere ocupar el cajón más alto del podio y, al mismo tiempo, entregar todas las bazas al adversario. Por si fuera poco, el partido del supuesto centro liberal pacta, PP mediante, con Vox en las instituciones territoriales. Dato penúltimo: varios de sus colaboradores más estrechos —Girauta (desautorizado por el propio Rivera por su desatinado tuit contra el PSC) y Villegas, secretario general del partido— corren el riesgo de no ser elegidos diputados en las circunscripciones de Toledo y Almería por las que, respectivamente, se presentan.

Si en la madrugada del 11 de noviembre próximo se confirmase que Ciudadanos cae a plomo y el PP sube como un cohete y que el bloqueo político se reitera sin que sus efectivos puedan ya solventarlo, Albert Rivera tendría una fuerte presión política y cívica para abandonar la dirección de Ciudadanos.

Él se convertiría en un zombi político (a lo que ya se aproxima con sus incomprensibles requiebros) y solo quedaría la muy difícil tarea de reflotar el proyecto de su partido, que se fundó con unos propósitos que él ha alterado. Su responsabilidad va mucho más allá de la gestión ordinaria de su organización. Estamos donde estamos, al menos en parte, porque Rivera no hizo antes del 23 de septiembre lo que promete hacer después del 10 de noviembre. El tiempo, se ha escrito, es el más perecedero de nuestros recursos. Rivera no debe saberlo.