Rubén Amón-El País

La lideresa «cupera» emula la fuga de Puigdemont con destino a la capital del capitalismo

Resulta enternecedora la fuga que ha emprendido Anna Gabriel. Tanto furor libertario. Tanto énfasis anticapitalista. Tanto espíritu revolucionario, para terminar refugiada en el país de la banca, del chocolate y de los relojes de cuco que tanto aburrían a Graham Greene.

Ignoramos qué camiseta reivindicativa va a ponerse Anna Gabriel para disfrazar su bochornosa escapada en tiempos de carnaval. Acaso la de «Me too». Y no por afinidad al movimiento feminista, pues Gabriel no es feminista, sino metafeminista en la tradición justiciera de las amazonas, sino por adhesión a la evasión de Puigdemont. Héroes de fogueo son ustedes.

El puño en alto de Gabriel ya no define ni ilustra la iconografía comunista. Le ha servido para detener un taxi y cruzar la frontera. Y ha escogido Suiza no al azar, sino para protegerse de las leyes comunitarias. Suiza, hay que joderse. Hubiera sido más verosímil un exilio a Venezuela. O a Corea del Norte, pero la CUP ha sido siempre un partido comodón.

Burgueses de mala conciencia, queremos decir.  Vivir de una manera y votar de otra, ahí está Jaume Roures, epítome del marxismo-capitalismo, como si las fuerzas compensatorias resolvieran la incoherencia y la incongruencia. Gabriel no ha ido ha Suiza para defenderse ni preservarse de un juicio sin garantías en el estado opresor. Ha ido para esconderse. Otra cuestión es que la credulidad enfermiza de la grey indepe interprete la “espantá” de la activista borroka como otro pasaje épico de la procaz comedia estelada. Pues no hay destino más sistema que Suiza. Ni mayor hipocresía que recitar a Marx contemplando el atardecer del lago Leman.

Cuenta Dario Fo en sus memorias la fascinación que ejercía Suiza en los niños de Porto Valtravaglia. Un pueblo modesto del Lago Mayor cuyos embarcaderos procuraban un mirador de la bucólica orilla helvética. Decía Fo que las casas parecían de chocolate. Y que los niños como él imaginaban la travesía a la otra ribera, y hasta ingeniaban precarias embarcaciones. Más o menos para entretener la dureza de la posguerra con la expectativa del paraíso.

Suiza era el paraíso. Y es el paraíso fiscal. Y es el paraíso fecal, pero las cloacas financieras no se aprecian ni trasladan el hedor porque la imponente estética de los Alpes ejerce de postal disuasoria y hasta de contrapeso psicológico panteísta.

Con más razón cuando Suiza se recrea en su reputación de estado neutral -advirtamos en todo caso que es el país de Europa con más armas por habitante- y cuando suizos son los guardias de uniforme renacentista que custodian al Papa sin mayor defensa que las alabardas.

Se equivocaba Graham Greene en El tercer hombre cuando trivializaba las aportaciones de Suiza a la humanidad en 500 años de amor fraternal, paz y democracia. Suiza inventó el reloj de cuco, es verdad, pero sobre todo patentó el secreto bancario, de tal manera que el fervor calvinista a la prosperidad financiera y la confidencialidad -el lema del banco suizo UBS es «Usted y nosotros»- ha sido el pretexto que cobija indistintamente a deportistas ilustres, mafiosos de ultramar, dictadores africanos, banqueros en espera de indulto, traficantes de armas, proxenetas universales, sátrapas de petróleo, señores de la guerra, narcotraficantes, cardenales de Dios y, desde ahora, prófugos del independentismo como Anna Gabriel.

El bestiario sobrentiende un principio de emulación o de mimetismo que redunda en un cierto prosaísmo. No hay biografía delictiva española digna de considerarse meritoria en ausencia de un pasaje helvético. Sea por afición al alpinismo, como Bárcenas, o sea, por reconstruir la trama de autosugestión que Gabriel ha administrado a su indescriptible fuga.

Acertaba Graham Green: si a Suiza le quitáramos la nieve, quedaría tan expuesta y desnuda como a un hombre miserable que se oculta debajo de una sábana. Gabriel se ha quedado desnuda. Y el sudario de la estelada no alcanza a cubrir su vergüenza.