La estatua derribada, la mujer sola

EL MUNDO 24/11/16
LUCÍA MÉNDEZ MADRID

Rita Barberá expiró ayer en la habitación de un hotel de Madrid, pero había empezado a morir mucho antes en Valencia. La vida, la única vida que quería vivir, la abandonó el día de las elecciones municipales de 2015, cuando supo que sería desalojada del balcón municipal donde reinó sin complejos y sin rival durante 24 años. Las urnas que la vieron nacer y crecer hasta convertirse en una alcaldesa imbatible, un auténtico monstruo político capaz de comerse a sus adversarios sin bajarse del autobús, le negaron ese día la mayoría absoluta. Supo que se habían acabado las mascletás, y los abrazos en los mercados, y los piropos en los que rivalizaba con la Madre de los Desamparados, y los ramos de flores, y la luz, y el fuego, y el color. Es decir, el poder. Es decir, la vida.

Rita se resistió a la pérdida y entró en shock. Ni siquiera quiso estar presente cuando su bastón de mando pasó a manos de otro alcalde. La alcaldesa era ella. La alcaldesa de Valencia. La alcaldesa de España. La alcaldesa del mundo. La alcaldesa de Aznar. La alcaldesa de Rajoy. Pudo ser ministra, pero eligió ser alcaldesa, por lo que empezó a no entender nada el día que abandonó el Ayuntamiento. Y se ha muerto sin entenderlo.

No quiso escuchar a los que le dijeron que buscara otra vida porque ella no era mucho de escuchar, sino de dar órdenes, de estrechar manos, de hablar y hablar sin parar, mientras los demás escuchaban. Qué remedio. Rita Barberá disfrutó del poder como nadie y acabó convirtiéndose en una exageración de sí misma. Todo en torno a ella era desproporcionado. Lo fue en vida y lo sigue siendo después de su muerte.

La senadora vivió su último año y medio convertida en una leve sombra de lo que fue. Un fantasma con collar de perlas cuyo físico se deterioraba a la vista de todos. Una mujer sola a la que la ropa le colgaba como si fuera una percha, porque sus trajes estaban hechos para cuando el cuerpo de Rita era ella misma, y no ese espíritu del visillo que fue a declarar ante el Supremo, que se dormía en el escaño o que se deslizaba por los pasillos del Senado con la mirada perdida. Rota su altanería, marchitado su descaro, quebrada su campechanía por la sombra de la corrupción y rodeada de cámaras por todas partes. Rita murió como vivió. El público que había asistido a su gloria, presenció también en directo su agonía.

La historia del PP de los últimos 25 años no puede escribirse sin tener en cuenta a esta mujer soltera y sin hijos encarnación del populismo, entendido como la comunión de cuerpo y mente con el pueblo. El pueblo de Valencia en este caso. Cuando los dirigentes del PP tenían un disgusto o un tropiezo, ella les invitaba a las Fallas. Y allí disfrutaban de la exhibición sin control del poder del PP valenciano.

Un poder absoluto cimentado en la identificación del partido con la Comunidad Valenciana, frente a los invasores de izquierdas, el Gobierno de Zapatero, o la amenaza de los nacionalistas catalanes. La plaza de toros de Valencia fue un talismán primero para Aznar y después para Rajoy. Aquel ambiente era tan embriagador que soltaba las lenguas y hacía perder la cabeza.

Rita Barberá llegó a la política muy joven de la mano de Fraga –ahora parece mentira pero aquella Rita era la renovación de la derecha valenciana–, cohabitó con el virrey Eduardo Zaplana sin mucho entusiasmo y alcanzó el cénit de su poder en el PP del brazo de Francisco Camps. La alcaldesa lo crió a su vera, lo convirtió en presidente, y lo acunó hasta el final cuando el ex líder valenciano perdió el oremus y fue descabezado por Federico Trillo una madrugada en su propia casa. Ni Rita ni Camps pudieron asumir la cruda realidad de que bajo el esplendor del mapamundi de Valencia, con Palaus, Oceanográficos, Ciudades de las Artes y las Ciencias y rutilantes festejos con millonarios, famosos, cantantes, y familias reales anidaba la corrupción a gran escala que acabó hundiendo en la miseria al PP valenciano. Con muchos de sus dirigentes imputados, procesados o al borde del banquillo.

Mariano Rajoy, su amigo Mariano, acabó colocando un cordón sanitario en torno a los populares valencianos, del que salvó, sin embargo, a Rita. Hasta puenteó con ella al ex presidente Alberto Fabra. La ex alcaldesa pidió ayuda porque, al decir de quiénes la conocían, no tenía cómo ganarse la vida. La colocaron en el Senado, Cámara que apenas pisó.

Cuando la situación de la senadora se hizo imposible, después de que sus colaboradores confesaran el pitufeo de la financiación irregular y la condujeran ante los fiscales y los jueces, dejó que sus subordinados la empujaran fuera del PP. Él no quiso involucrarse personalmente, aunque dio las órdenes políticas oportunas porque estaba en peligro el pacto con Ciudadanos y su investidura como presidente del Gobierno. Sin las cajas de avales que le llevaron como si fueran los cofres de los Reyes Magos, sin el respaldo absoluto que le brindaron Barberá y Camps, tal vez el futuro de Rajoy no hubiera sido el que ahora es. El Congreso de Valencia resulta difícil de olvidar para el líder del PP. Y por si tuviera alguna tentación de pasar la página, ahí está José María Aznar para recordarle de dónde viene.

El impacto emocional que la muerte de Rita Barberá ha tenido en los dirigentes del PP, empezando por Rajoy, va mucho más allá de la pérdida de una compañera de formación política. Ellos saben que ella vivió por y para el partido. Y que dejar la militancia fue como si su familia la hubiera echado de casa. De ahí los ojos llorosos del presidente y todo lo demás.