El Correo-RAÚL LÓPEZ ROMO

Historiador. Centro Memorial de las Víctimas del Terrorismo

El coordinador general de EH Bildu, Arnaldo Otegi, se ha inventado un derecho a provocar dolor, como se pudo comprobar en la última entrevista que concedió a TVE. Al fin y al cabo, él fue uno de los que lo administraron. En 1987, cuando fue detenido por pertenecer a ETA, habían transcurrido diez años desde las primeras elecciones generales democráticas. Cuando partes de la idea de que hay un enemigo empeñado en agraviarte desde hace siglos, es más sencillo considerar que tu respuesta agresiva es en legítima defensa. Eso, en realidad, te une a extremistas de cualquier clase y condición. En palabras de Tzvetan Todorov: «Todos los terroristas del mundo creen ser contraterroristas que se limitan a replicar a un terror anterior».

Miremos pues con precisión al pasado. Hay trabajos académicos, como los de los historiadores Francisco Espinosa, Pedro Barruso, Javier Gómez o Erik Zubiaga, que demuestran que la represión franquista en la Guerra Civil y la posguerra fue menor en el País Vasco que en las otras regiones españolas, al menos en su vertiente más extrema: la de las «sacas» extrajudiciales y las ejecuciones. Entiéndase esto bien. Constatarlo no significa plantear que la violencia de los sublevados, que dio pie a una férrea dictadura de 40 años, fuera «poca» ni «suave». Un solo condenado a muerte ya habría sido demasiado. También los hubo, por cierto, entre las derechas españolistas.

El régimen, con sus apoyos locales, atacó fieramente el pluralismo, fuera del signo que fuera. No obstante, sigue vivo el tópico del pueblo vasco como el más castigado en esas fechas, alimentado por discursos identitarios, habituales en el espacio público. Frente a los mitos, las sesudas obras de los investigadores rigurosos parecen gozar de escasa influencia. Ya lo dijo Einstein: «Es más fácil desintegrar un átomo que un prejuicio», sobre todo si cuenta con altavoces políticos y mediáticos. Que la realidad no te estropee un buen estereotipo.

Cuestión distinta es la de las víctimas del franquismo, un colectivo amplio en el que encontramos a personas de diferentes ideologías y procedencias geográficas. Guiándose por una serie de principios que son comunes a los de las víctimas del terrorismo (verdad, memoria, dignidad y justicia), las instituciones públicas deberían afrontar este problema de cara, poniendo, en primer lugar, los medios del Estado al servicio de la localización y exhumación de las fosas comunes que todavía persisten. Es una cuestión de humanidad.

Con ello, ganamos todos.

Unas y otras víctimas surgieron en contextos distintos, pero todas fueron cosificadas. ETA y su entorno estigmatizaron al otro como paso previo para asesinarlo, herirlo, extorsionarlo, secuestrarlo o enviarlo al exilio. Aún hoy sus herederos no lo han condenado. Con la prepotencia y la fe ciega que caracteriza a los fanáticos, se creían en posesión de la verdad absoluta, lo que los llevó a maltratar a aquellos que arruinaban su sueño de una nación homogénea. También en esto fueron similares a los franquistas. Pensaban que el país era suyo, que estaba en riesgo y que ellos iban a salvarlo.

Como ocurre con cualquier totalitarismo, deslegitimar el terrorismo implica repersonalizar a sus víctimas, esto es, devolverlas el rostro humano que sus verdugos les arrebataron. Por eso son tan importantes los testimonios de los sobrevivientes, así como elaborar una historia honesta y veraz, que ponga en primer plano al individuo de carne y hueso. Ahora bien, la estigmatización criminal promovida por radicales violentos es la punta del iceberg. Hay escalones en la estereotipación del otro, que, sin llegar a ser delito, contribuyen a deteriorar la convivencia en un momento en el que se censura con singular dureza al que expone una opinión discordante. A pequeña escala, todos podemos contribuir a que esto no ocurra. Se trata de evitar las cazas de brujas, de dudar antes de dejarnos llevar por certezas de campanario, de contrastar las fuentes en lugar de indignarnos rápido por algo que hemos escuchado en nuestra radio favorita o en el patio de la comunidad de vecinos, o de acercarnos al otro para atender y entender sus razones, sin que eso implique caer en una peligrosa unanimidad ni en el buenismo. Por supuesto, no todas las ideas son respetables. Las que promueven la desigualdad o la merma de derechos merecen nuestra reprobación absoluta. Como dijo Voltaire: «Es preciso que los hombres empiecen por no ser fanáticos para merecer la tolerancia».

Hay muchos padres que heroicamente intentan inculcar esos valores positivos a sus hijos en casa, sin delegar la responsabilidad en los maestros de escuela, y es bueno que sea así, porque ayudan a poner unas sólidas bases cívicas. Voltaire diría que están sembrando un grano que un día podrá producir una cosecha. Pero la controversia partisana, con su bombardeo diario de mensajes beligerantes, contribuye a que la gente lo desaprenda. Ahí se da ejemplo de lo contrario: se busca la confrontación y atrincherarnos con los nuestros. Los mensajes comunitaristas (dentro-fuera, nosotros-ellos) están en el origen del sectarismo.

El libro ‘Verdaderos creyentes’, coordinado por Antonio Rivera y Eduardo Mateo, pone de manifiesto que el pensamiento sectario, la radicalización y la violencia son tres estadios diferentes. Por tanto, no conviene mezclarlos, ni tampoco ignorar que el camino que separa al primero de los segundos tal vez sea más corto de lo que nos gustaría aceptar.