ABC-IGNACIO CAMACHO

Todo proceso de destrucción de la libertad empieza por la estigmatización y el aislamiento de un enemigo imaginario

DADO que en las campañas electorales los políticos tienden a la sobreactuación, es probable que Pedro Sánchez no piense de veras que el PP y Ciudadanos «socavan la paz social y la convivencia». Pero lo dice, y tal vez sea peor, porque sabe que sus votantes y correligionarios sí lo piensan, y en todo caso porque desea excitar en ese sentido los sentimientos de su clientela. El vigente debate político no trata de ideas; trata de emociones primarias, de consignas, de esquemas simples dirigidos a pintar la realidad con brocha gruesa y, fundamentalmente, a estigmatizar al adversario colgándole etiquetas. Y la que el presidente asigna a los partidos liberales cuando les acusa de practicar una política «pendenciera» –ah, los provocadores de Alsasua– es la nueva estrella amarilla que identifica a los apestados del centro-derecha: gente indigna, despreciable y aviesa, saboteadora del orden justo, igualitario y benéfico que su Gobierno ha devuelto a España tras una etapa de degradación abyecta. El problema de este rudimentario significante no es que Sánchez se lo crea, ni siquiera que le sirva para adjudicarse el monopolio de la posición correcta, sino que lo utiliza para tejer una alambrada de aislamiento moral de la disidencia. Y lo hace junto a sus peligrosos aliados separatistas y antisistema, expertos en crear atmósferas de opresión autoritaria de media sociedad contra la otra media.

El PSOE sanchista –ya no hay otro, y si lo hay está neutralizado– se ha alejado del bloque constitucional para alinearse con progresiva claridad junto al nacionalpopulismo republicano. Ese brusco cambio, que deserta de su moderna tradición aunque no, por desgracia, de la de un pasado más lejano, le provoca cierta mala conciencia que necesita aplacar mediante la agitación de un falso paradigma tan antiguo como sesgado: el de la derecha como bando metafísica y ontológicamente equivocado. Esa construcción maniquea supone, de hecho, la derogación del principio básico de la Transición, que no sólo era la cultura del pacto sino la del respeto al oponente como parte legítima del careo democrático. La nueva izquierda desdeña ese concepto de tolerancia para degradar al rival imponiéndole un marchamo sectario que simplemente lo saca del marco de la discusión política y lo condena al desahucio. Un designio de exclusión que expresaba con precisión semántica la imagen zapaterista del cordón sanitario: el contrincante, una vez identificado como sujeto reaccionario, no sólo vive en el error dogmático sino que padece una enfermedad sociópata por la que debe ser confinado. Todo proceso de destrucción de la libertad empieza por la eficaz invención de un enemigo imaginario.

Si Sánchez gobernase solo con su partido, el asunto tal vez no pasaría de la típica hipérbole de campaña. Pero apoyado en quienes se apoya constituye una expresión subyacente de amenaza.