Arecadi Espada-El Mundo

Mi liberada:

Mientras el Congreso iniciaba los trámites para la legalización de la eutanasia, un par de periodistas sobradamente inmaduros ejecutaban con su vida una suerte de suicidio asistido –por aplicación: Cardigan, TweetDdelete, TwitWipe–, parcial y activo, borrando tuits sin desmayo hasta superar la cifra de 20 mil. La razón de su actividad febril era la posibilidad de que los nombraran presidentes de RTVE. Como dando argumentos a la objeción principal sobre el suicidio, esto es, la posibilidad de arrepentirse mientras uno va cayendo al vacío, ninguno de los dos periodistas, y muy especialmente ella, tenía tan confirmado el cargo, a la hora que escribo, como la liquidación de parte de su memoria y de su vida. Por lo que es de urgencia ética y paliativa que el partido Podemos y su apéndice socialista se apresuren a buscarles otras altas responsabilidades: uno no debe borrar su vida en vano.

He de confesarte, libe, que la cabeza borradora de los dos colegas me tiene completamente subyugado. Leí en una crónica de Verne sobre el asunto que Obama había dicho: «Si se hubieran tomado fotos de muchas de las cosas que hice en el instituto hoy no sería presidente». Un tierno intento de exculpación de nuestros fragmentarios suicidas, por completo inapropiado. Dejemos al margen lo más obvio, que es el tiempo: Obama era un hombre hablando de su adolescencia y en nuestro caso se trata de dos adolescentes borrando su adolescencia. Lo fundamental es que lo que, supuestamente, hizo Obama no fue hecho para ser fotografiado. Pero esos miles de tuits fueron escritos para ser exhibidos. Cuando Pablo Iglesias dijo de los dos candidatos que «daban el perfil», a qué otra cosa podía referirse que a su perfil público, o sea, tuitero. La más exuberante, sólida y decisiva prueba de su actividad intelectual son sus decenas de miles de sus tuits y eso puede probarse sin recurrir al análisis cualitativo. Cruzando el volumen y el tiempo transcurrido, y aun suponiendo que tuitear sea en su caso una mera actividad fisiológica que excluya cualquier orden de pensamiento, parece obvio que los dos candidatos han dedicado básicamente su vida al tuiteo, incluso cuando no lo pareciera. Así se sigue que por sus tuits fueron escogidos: por la grandiosa cosmovisión que exhibían, y aun sígase más: que, consecuentemente, el que los escogió lee sobre todo tuits. Iglesias, que pasó toda una vida universitaria, como alumno y como profesor asociado, leyendo ávidamente solapas, contraportadas y fajas de libro, sigue manteniendo con el conocimiento una relación paratextual.

Me parece bien que el Congreso haya empezado a regular, por iniciativa socialista, el buen morir, acaso el oxímoron más doloroso y degenerado del lenguaje humano. No hay buen morir (¡cómo puede haber orden en la entropía final!) pero es conmovedora, y digna de homenaje, la energía del hombre en procurárselo. El caudal de reflexiones éticas que suscita la eutanasia es, obviamente, poderoso. Una posible síntesis nace de la experiencia de cualquiera ante el acto suicida. La inmensa mayoría de personas no ahormadas férreamente por la religión o cualquier otra ética extravagante no duda de que toda persona, por el hecho de serlo, tiene derecho a suicidarse. Pero al mismo tiempo cualquiera impediría el acto del suicida en el trance de poder hacerlo. Es decir que la libertad genérica, sobre el papel, que se concede al suicida se neutraliza en presencia de alguien que pudiera impedirlo. ¡Pero que yo no lo vea!, vienen a decirle los hombres al suicida. Esta llamativa contradicción se plantea con toda crudeza en el caso de la eutanasia. La figura, ¡no precisamente retórica!, está destinada a asegurar el ejercicio del derecho del hombre a acabar con su vida en el momento en que ya no pueda decidir ni actuar sobre ella. Por decirlo con un cierto conflicto el sujeto que decide morir no es el mismo que acaba muriendo. Un sujeto escribe su testamento vital y otro diferente –puede haber pasado tiempo y haberse dado cambios decisivos en su conciencia– es el que sufre su ejecución. Y no solo eso: si al suicida le basta su propia mano, en la eutanasia se requiere de la ajena. Una ajena que venza el irrefrenable instinto humano de salvar la vida de aquel que ha decidido acabar con ella. La justificación final del cooperador necesario es, evidentemente, que ya no hay en el cuerpo derrotado nada que merezca el nombre de vida.

El Partido Popular votó en contra de la iniciativa parlamentaria. Y uno de sus candidatos a dirigirlo, Pablo Casado, se mostró explícito en su rechazo: «No hay nada más progresista que defender la vida». La frase es de una vacuidad sin fondo. Incluso desde el catolicismo: sería coherente exigir rapidez en los trámites hacia la vida eterna. Y políticamente representa para la vieja derecha española una más de sus oportunidades perdidas en las guerras culturales. La defensa de la eutanasia por parte de la izquierda es llamativamente contradictoria con algunas de sus otras decisiones culturales. La eutanasia, como el aborto, puede ser defendida por el derecho del hombre a hacer el uso que le parezca de su propio cuerpo. «Mi cuerpo es mío», decían las chicas de la Transición. Y la izquierda defiende las dos drásticas actuaciones desde esa concepción eminentemente liberal de las vidas. Una concepción que, sin embargo, se quiebra al oponerse la izquierda al ejercicio de la prostitución o de la maternidad subrogada, vulgo «vientre de alquiler». La razón de tales contradicciones es solo la política de identidad. Puede decirse que en nuestro tiempo la izquierda es progresista mientras sus decisiones no topan con la identidad. La izquierda reclama una suavización del Código Penal, excepto si se trata de endurecer las penas por delitos sexuales. La izquierda occidental es beligerante contra la religión, excepto si la beligerancia afecta a minorías como la musulmana. Y, por descontado, la izquierda ha sido capaz de abandonar, al menos en España, su tradición rigurosamente igualitaria extraviada por la luz sucia y fetichista del nacionalismo. Pero la derecha es incapaz de aprovechar estas circunstancias de debilidad en su adversario: surge el debate sobre la eutanasia y en lugar de celebrar que la izquierda empiece a devolver al individuo su autonomía, en lugar de animarla alegre e irónicamente a la eutanasia de las identidades, se pone a rezar devotamente por la salvación de sabiondos y suicidas.

Pero, en fin, hemos acabado poniéndonos graves cuando, en riguroso ejercicio de mi solidaridad profesional, yo solo quería escribirte sobre la urgente regulación del tuiticidio.

Sigue ciega tu camino

A.