La expulsión de los moriscos

ABC 27/03/16
JUAN ESLAVA GALÁN, ESCRITOR

· La sociedad islámica que llama a nuestras puertas aspira a su integración en Europa, a una mejor vida para sus hijos. Nada más natural. El problema reside en que esos refugiados traen consigo unas costumbres y una forma de vida incompatibles con los ideales occidentales a las que no piensan renunciar

ESPAÑA, como el resto de Europa, está inmersa en un proceso de laicización que hunde sus raíces en los ideales de la Ilustración, cuando Occidente se liberó de la tiranía de la religión, que tantas guerras y tanta sangre había costado, y separó, por fin, los ámbitos religioso y civil.

Hasta entonces lo que la Iglesia señalaba como pecado era, además, delito civilmente punible. Desde entonces el pecado ha quedado relegado al ámbito de lo privado, de la conciencia personal. Ese es el cimiento sobre el que se han levantado la democracia europea y la Declaración de Derechos Humanos, que constituyen nuestros mayores logros colectivos.

Ahora Europa se enfrenta a una crisis de consecuencias impredecibles. En su momento de mayor debilidad (perdida su hegemonía mundial después de la sangría de dos guerras mundiales y de la liquidación de sus imperios) se ve nuevamente asediada por la religión militante de los nuevos bárbaros que pugnan por establecerse en ella (conste que uso el vocablo «bárbaro» en el sentido griego de «extranjero»).

En esa hora decisiva harían falta políticos de fuste, pero desgraciadamente no disponemos de ellos. Tendríamos que remontarnos mucho en la historia para encontrar a una generación de políticos europeos tan faltos de energía y de ideas como la que ahora tiene en sus inexpertas manos el pandero de nuestro futuro colectivo.

A las pruebas me remito. Primero abren las puertas de la comunidad a la avalancha de fugitivos que centrifugan los estados fallidos de Oriente Medio y África, después se alarman (porque se han alarmado sus votantes y ven peligrar su permanencia en los respectivos gobiernos) y deciden cerrar las puertas de Europa con una nueva chapuza: sobornan a Turquía, enorme país islámico que pretende ingresar en Europa alegando que tiene una finquita en ella (la Tracia Oriental), para que contenga a ese aluvión de refugiados y además de dinero negocian otorgar a sus naturales, que ya superan los ochenta millones, facilidades para moverse sin trabas por la Unión Europea.

O sea, para salir del paso del atolladero en el que graciosamente nos habíamos metido, con esa demencial invitación a instalar entre nosotros a esos millones de fugitivos, se recurre a una improvisación dictada por el pánico, una medida que, a la larga, nos introduce un caballo de Troya (no olvidemos que Troya está en Turquía, precisamente).

Europa hace tiempo que diluyó sus vínculos religiosos y los trocó en virtudes ciudadanas, una mudanza en la que probablemente todos salimos ganando. Los europeos somos libres porque hemos conseguido situar nuestras creencias religiosas en el ámbito de lo privado. Sean cuales sean estas creencias nos sometemos al imperio de la ley, que es la del Estado y se proclama independiente de la religión. El problema reside en que en el islam que llama a nuestras puertas la cosa funciona de distinta manera. En la sociedad islámica ese divorcio entre religión y Estado no se ha producido. Lo intentaron hace tiempo algunos líderes significados (Burguiba en Túnez, Kemal Ataturk en Turquía, Nasser en Egipto…), pero a la postre fracasó.

En Turquía, el estado islámico que tiene mayores argumentos para solicitar su incorporación a Europa (dispone de una parcelita de tierra europea, pertenece a la OTAN…), la laicización que un día impuso Ataturk manumilitari ha fracasado frente a la creciente islamización de su sociedad. Hace cuarenta años, los que visitábamos Estambul nos asombrábamos de la apariencia europea de sus habitantes, especialmente de las mujeres: las jóvenes vestían vaqueros y minifalda como en París, en Roma o en Barcelona. Hoy ese estilo occidental casi ha desaparecido ante el regreso del

hiyab, que entonces solo se veía en mujeres de cierta edad y de extracción más bien humilde. Idéntico fenómeno se observa en El Cairo, en Argel o en Damasco. ¿Qué ha ocurrido? La sociedad que intentaba occidentalizarse fracasó y ahora se reislamiza a marchas forzadas.

Fenómeno parecido ha ocurrido a nivel personal con los descendientes de emigrantes islámicos: el chico nacido con todos los privilegios que le otorga su patria francesa, inglesa o española (sanidad, educación, asistencia social…), en cuanto se frustra porque no encuentra el trabajo al que se cree con derecho o simplemente porque cansado del hedonismo occidental decide emprender el camino de la fe, reniega de su nación laica y se acoge a su nación religiosa, el islam. Cuando lo hacen en su formulación más extrema tenemos los casos de los que practican la yihad en Siria o los que se inmolan en Europa traicionando a la sociedad que los acogió como a uno de los suyos.

La religión marca. La sociedad islámica que llama a nuestras puertas aspira a su integración en Europa, a una mejor vida para sus hijos, a las ventajas de tipo asistencial y social que Occidente ha conseguido con esfuerzo y perseverancia. Nada más natural. El problema reside en que esos refugiados traen consigo unas costumbres y una forma de vida incompatibles con los ideales occidentales, a las que no piensan renunciar. Un solo ejemplo: la mujer occidental lleva más de un siglo luchando por equipararse al hombre en derechos, una meta que ya casi ha conseguido. En el mundo islámico, que pugna por introducirse en Europa, la mujer se supedita al hombre. Es un ciudadano de segunda. No hay más que observar a esas parejas: él, cómodamente vestido a la moda occidental, a cierta moda occidental más bien, chanclas, vaqueros o sudadera, camiseta, gorra de béisbol incluso; ella, incómodo ropón hasta los pies y cabeza envuelta en un pañuelo. Para él, en su mentalidad, la mujer vestida de otro modo es una buscona, y eso explica los abusos sexuales de la Nochevieja en Colonia que tanto indignaron a la sociedad alemana y que, de rebote, obligaron a la canciller Merkel, alarmada por la pérdida de votos, a dar marcha atrás en su generoso plan de acogida al refugiado. Ahora le hemos entregado la llave de la muralla europea a la cada vez más islamizada Turquía. Ya podemos dormir tranquilos, que Occidente queda a salvo de sobresaltos.