ABC-IGNACIO CAMACHO

Casado se va a enfrentar a un poder intangible, líquido, que tiene la capacidad de colgar etiquetas e imponer precintos

MUCHO va a tener que sonreír Pablo Casado para esquivar la etiqueta antipática que ya han empezado a colocarle. La de la posición teórica de extremo derecho, que diría Matías Prats padre; la del Nasty Party, la del partido del No; en España sólo está autorizado a decir que no-es-no Pedro Sánchez, igual que sólo él tiene la potestad soberana de irse en avión oficial al festival de Benicássim. Cuando gobierna la izquierda, el jefe de la oposición está obligado a comportarse de modo amable, y si acaso a formular reproches constructivos, moderados y cabales: a la doctrina benefactora, al enfoque correcto de la vida, no le puede torcer el gesto nadie. Hasta en Ciudadanos, teóricos parientes ideológicos –y quizá precisamente por eso–, lo han recibido a patadas con los tacos por delante.

Uno de los grandes errores estratégicos del Gobierno de Rajoy fue el de facilitar a sus adversarios, ya de por sí hegemónicos en las redes sociales y otros campos de propaganda, un fenomenal aparato mediático en la ingenua (?) creencia de que el favor sería devuelto con un trato de confianza. Un duopolio audiovisual que fue cuestionado por los tribunales de Competencia por su obvia concentración publicitaria, y que salió adelante gracias al empeño personal de la vicepresidenta Soraya, casualmente la única intocable en las campañas de opinión que dejaron la reputación del PP masacrada. A las dos de la tarde, lloviese o tronara, aparecía en alguna tele alguien de Podemos –o menos frecuentemente del PSOE– hablando de Bárcenas, y si se saltaba un semáforo cualquier concejal de Castilla-La Mancha salía un plano de fondo de Cospedal con la expresión crispada. Cuando la cosa se hizo insoportable incluso para un presidente al que todo eso le resbalaba, mandaron a las tertulias a algunos dirigentes jóvenes para que hiciesen de meritorios y sirviesen de carnaza, y allí estuvo a menudo un tal Casado poniendo la cara. Por eso sabe a lo que se enfrenta pero saberlo no le va a librar de convertirse ahora en el principal combustible de esa maquinaria especializada en la creación de marcos mentales y consignas semánticas.

Al nuevo líder de la derecha le ha tocado ya el marbete del extremismo, de defensor de una sórdida herencia tardofranquista que hipoteca el futuro moral de nuestros hijos. Se enfrenta a un poder intangible, líquido, con la formidable capacidad de destrucción de una fábrica de prejuicios. De momento ya tiene adjudicado el de la radicalidad, y es sólo el principio; si logra progresar en las encuestas, si consigue romper el precinto, se despertará cada mañana con la sensación de hallarse en el centro de un campo de tiro en el que no faltará una dosis caritativa de fuego amigo.

Y es que el gran hallazgo contemporáneo de la izquierda consiste en haber intuido que en la sociedad posmoderna las palabras no son el soporte sino la estructura misma de las ideas.