Arcadi Espada-El Mundo 

Contrariando los deseos de gentes como el melifluo Méndez de Vigo, ese asombroso portavoz gubernamental que vería con buenos ojos la participación en las elecciones del presunto delincuente Puigdemont, miles y miles celebraron ayer en Barcelona la fiesta del 155. O lo que es lo mismo: la fiesta por la recuperación de las libertades democráticas en Cataluña, gravemente vulneradas por el Gobierno nacionalista. Todos ellos, ciudadanos de Cataluña, proclamaron en las calles que el 155 no es un mal menor sino un bien mayor; que no es un artículo constitucional que inspire vergüenza sino orgullo democrático y cuya aplicación solo debe inquietar a los delincuentes políticos. Delincuentes, por cierto, que a no tardar deberían alcanzar la condición de presos políticos, un sintagma meramente taxonómico que no debería ensombrecer el semblante democrático: también la política, como el sexo o el dinero, pueden ser el tema y el móvil del delito.  Los miles y miles de celebrantes imposibilitaron ayer, y radicalmente, la reacción victimista ante la aplicación de la ley. Va a ser difícil que alguien se atreva con titulares eructados, especialidad del gazielet que escribe en La Vanguardia, esos Catalunya se duele, Catalunya se queja y el que más ajo lleva, ese Catalunya s’emprenya. Porque hay una Cataluña, y mucha Cataluña, que bajo el más claro y profundo cielo de este otoño, saltó ayer de gozo ante la evidencia de que el gobierno antidemocrático ha sido destituido y su parlamento disuelto. Los nacionalistas han sido capaces de construir, más o menos, un Estado, pero en absoluto una nación y ese fracaso alcanzará toda su vida útil. 

La inmensa manifestación de ayer, como la del 8 de octubre, no prueba que haya crecido exponencialmente el número de constitucionalistas catalanes ni lo pretende. Solo indica que han aumentado su movilización y su beligerancia, y esas dos condiciones, al margen de que sea o no preámbulo de un futuro incremento de votos, fracturan el ensueño de un gobierno que camina hacia Ítaca con una encendida nación detrás. El nacionalismo catalán solo da para gobernar una región autónoma española. ¡Desdichadamente no es poco! Pero no da para un paso más. Durante los últimos años la costra catalana ha ido predicando el mensaje de la independencia. Cíclicamente los órganos de gobierno de universidades, de colegios profesionales, de clubs de fútbol, de asociaciones culturales, de medios de comunicación, todos ellos dependientes del Presupuesto y exaltados por una activa pléyade de curas y campesinas, han creído y hecho creer que el pueblo elegido podía asaltar el Estado democrático. Pero como siempre ocurre con los adoquines debajo estaba la playa. Y el inexorable reflujo de las mareas.