LA GOBERNANTA

ABC-IGNACIO CAMACHO

La izquierda europea trató a Merkel casi como criminal de guerra por su pragmático empeño de cuadrar las cuentas

COMO Angela Merkel es más o menos de derechas, el feminismo profesional –por decirlo con una paráfrasis de Borges– nunca ha sentido consideración ni aprecio por ella. En los primeros y duros años de la recesión, que en gran medida logró frenar gracias a su empeño en la estabilidad financiera, el discurso progresista la trató poco menos que como criminal de guerra. Sin llegar a suscitar el odio africano que concentraba Margaret Thatcher, otra lideresa cuya condición de mujer fue ignorada, cuando no negada, por la izquierda, la canciller alemana resultó estigmatizada como una auténtica bestia negra, enemiga de los pobres, cabecilla del Cuarto Reich y otras lindezas. El término «austericidio» invocaba una intencionalidad exterminadora en un anhelo tan simple y pragmático como el equilibrio de las cuentas. La etiqueta de bestia negra que recibió durante la crisis de Grecia despreciaba e impugnaba su esfuerzo por mantener la cohesión europea. Se le ha caricaturizado como una Rotenmaier autoritaria y severa o como una estricta ama de llaves atrincherada en la puerta de la despensa. Ciertamente ha mandado, y mucho, en una Europa desacostumbrada a la firmeza; de no haberlo hecho, de haber soltado el timón de rigor calvinista que sujetaba con mano recta, la construcción comunitaria hubiese acabado descompuesta. Lo que no le van a perdonar los apóstoles de la amable benignidad posmoderna es que creyese, con éxito, en la eficacia de sus antipáticas recetas.

Curiosamente, el declive de su liderazgo comenzó cuando cedió a la tentación buenista ante la avalancha de los refugiados. Su conciencia luterana le empujó en un primer momento a abrir los brazos en un gesto idealista que acabó revelándose un serio error de cálculo. Obtuvo de la izquierda internacional el aplauso, tampoco demasiado entusiasta, que antes le había sido negado, pero en su propio país surgieron dificultades de convivencia que empujaron su popularidad cuesta abajo. Aun así ha seguido ganando elecciones, aunque cada vez con menos respaldo, hasta que ha considerado la conveniencia de dejarlo. Éste será su último mandato. Se retirará invicta pero desgastada por la inevitable erosión de los años y la evidencia de que la política es un ejercicio decididamente ingrato.

Quizá en Alemania no la echen de menos pero en la Europa que ha dirigido con determinación y entereza va a dejar un evidente hueco. No sobran líderes sólidos en este tiempo de incertidumbre gaseosa en que los profetas del populismo campan sueltos predicando soluciones demagógicas para conflictos complejos. Merkel, con todos sus defectos, representa un ejemplo mal reconocido de feminismo abierto, de eficiencia política y de instinto enérgico. También, claro, de que la permanencia en el poder acaba fatigando a cualquier pueblo y de que en las democracias no caben mitologías sobre musculaturas de hierro.