ARCADI ESPADA-El Mundo

Mi liberada:

Hace días tuve un encuentro con alguien que presentaba los inequívocos rasgos del síndrome. Una agitación interior apenas contenida, también por el hecho de que el interior no parecía profundo: una verbosidad torrencial e indiscriminada en la que no importaban las palabras, sino satisfacer la pulsión del habla; una urgencia en los movimientos que desvelaban la necesidad de llegar antes a alguna parte, lo que me causó una gran aprensión ya que estábamos los dos en un acto público y sentados a una mesa; unas pupilas dilatadas, unas uñas carcomidas, un cabello del color del perro que huye. Cuando te encuentres con alguien así verás qué poco tarda en decir redessociales y no importará lo que diga de ellas. Sabrás entonces cuál es la causa de su estado, y el temblor con el que pronuncia las dos palabras explicará hasta qué punto su vida solo puede ser interpretada con una escala Ritcher.

Histéricas –por utilizar el lenguaje inclusivo– desorbitantes las ha habido siempre. No tengo noticias de estudios de impacto que analicen la relación entre redes sociales e histeria, pero ofrecerían resultados relevantes. Muchas personas con los rasgos latentes del síndrome deben de haberlos desarrollado por influencia de las redes; como el humo de fábrica o del tabaco activa en algunas biologías preparadas, pero hasta entonces silentes, devastadoras enfermedades. El síndrome no respeta edad, sexo, renta o actividad –baste decir que el así descrito era, inquietantemente, magistrado– y sus consecuencias van más allá del ámbito de las redes. La histeria, psiquiátricamente considerada, se ha apoderado de la con- versación contemporánea.

Podría presentar bastantes ejemplos que sostuvieran esta tesis y alguno personalmente exaltante, pero prefiero escoger uno tranquilo, donde la histeria contemporánea, más que desgañitarse en la superficie, actúa de fondo propulsor. Tiene que ver con un tipo de historias fascinantes para mí: las historias de gemelos. Y, concretamente, con la película Tres idénticos desconocidos que aún debe de seguir en los cines. Puede que haya algo de spoiler a partir de aquí. La película narra la historia de tres jóvenes norteamericanos separados al nacer (1961) y entregados a unas familias sin revelarles su parentesco. En 1980, a punto de cumplir los veinte años, los tres jóvenes se conocen gracias a una casualidad y se convierten en celebridades mediáticas. Quizá la cumbre de su gloria fuera el cameo que protagonizaron con Madonna en Buscando a Susan desesperadamente.

La separación de gemelos es una rareza relativa. Incluso hoy se sigue practicando en algunas adopciones, aunque sin ocultar la existencia de los otros hermanos. El ocultamiento del parentesco es de otras épocas, pero el caso de los trillizos no es ni mucho menos el único. Hace diez años, en Inglaterra, se dio a conocer el estupefaciente drama de unos gemelos que solo después de casarse entre sí descubrieron su identidad.

Lo extraño fueron las circunstancias de la separación y adopción. Una conocida agencia de Nueva York, Louise Wise, se encargó de los trámites. Pero pactó la especificidad de la adopción con una asociación de Manhattan, dedicada al estudio de la psicología infantil. La dirigía el psicoanalista judío Peter Neubauer (1913-2008), nacido en Austria, que huyendo de los nazis acabó en los Estados Unidos y colaboró con Anna Freud. Neubauer decidió que los gemelos fueran separados, que se ocultara a ellos y a sus padres adoptivos la existencia de los otros dos hermanos y que los tres fueran a parar, respectivamente, a familias de clase alta, media y baja que contaran ya con una hermana adoptada. Durante su crecimiento fueron objeto de un seguimiento psicológico continuado. A los padres se les dijo que se trataba de un estudio convencional sobre la integración de los hijos adoptados. Neubauer, que nunca habló públicamente sobre el estudio, quería aportar datos al viejísimo y crucial debate entre naturaleza y crianza.

Aun a falta de conocer con detalle las intenciones de su diseñador, el estudio no parece sobrado de rigor científico. Ni tampoco ético: en 1978, dos años antes de que el estudio finalizara a causa del reencuentro, el ministerio de Salud de los Estados Unidos promulgó el Informe Belmont, Principios éticos y pautas para la protección de los seres humanos en la investigación. A partir de la elemental inobservancia del consentimiento informado hay numerosas vulneraciones en la investigación de Neubauer. Y algunas de ellas, como es natural, parten de la quiebra de la dignidad humana a la que se refiere la ética kantiana en su conocido mandato de tomar siempre al hombre como un fin en sí mismo y no como medio para el uso de otros hombres.

Sin embargo, las críticas al psicoanalista se histerizan en la propia película y en el amplio eco surgido, del modo más o menos previsible. «Ratas de laboratorio», «experimento siniestro», «eugenesia judía» son algunas muestras de lenguaje de las que no vale la pena ocuparse. Sí, en cambio, de las que acusan a Neubauer de haber introducido sesgos ilícitos en la vida de los tres gemelos. Es decir, de haber actuado como un diosecillo menor determinando la vida que iba a tener cada uno de ellos. Pero su responsabilidad parece mucho más limitada: solo se le puede responsabilizar nítidamente de haber ocultado a cada uno de los trillizos la existencia de los otros. Pero en una época de la Psicología se creyó que esa ocultación era conveniente –hasta un cierto momento de la vida– en el caso de gemelos que no se hubiesen criado juntos. Decidió también que debían repartirse en tres clases sociales; pero es probable que eso mismo hubiera pasado por azar y no consta que él decidiera cuál de ellos debía ir a cada familia. No parece tampoco que la interacción necesaria para el experimento –observaciones cíclicas de la conducta de los niños y la cumplimentación de tests psicológicos– fuera más allá de pequeñas molestias: ninguna de las tres familias que aparecen en la película parecen afectadas por ello. Por lo tanto no acabo de ver graves diferencias entre lo que hace Neubauer y los especialistas que hoy en día acaban decidiendo a qué familia llega cualquier niño adoptado. Debe recordarse que el estudio fue legal, financiado por el Instituto de Salud Mental norteamericano y avalado por la psiquiatra Viola Bernard, y que esto supone la consideración de que cumplía el principio de riesgo mínimo, o sea, que la asignación de los niños al estudio no les supondría riesgo mayor que el del proyecto de vida que, por así decirlo, el azar les reservara.

Todos los hermanos han sufrido problemas mentales y uno de ellos se suicidó. La película pasa de ser histérica a hacerse odiosa cuando insinúa que el suicida fue, en el fondo, víctima de Neubauer, porque la víctima no supo resistirse a la presión de la celebridad que el desvelamiento del caso supuso. A su director, en cambio, no se le ocurrió culpar al azar que decidió su reencuentro. Y es que el azar es el enemigo principal del sensacionalismo.

Sigue ciega tu camino

A.