MARCEL GASCÓN BARBERÁ-EL MUNDO

El autor analiza la irrupción social de la formación liderada por Santiago Abascal: «Es la hora de criticar lo que le une con quienes desde la muerte de Franco buscan imponer sus ensoñaciones nacionales utópicas».

DESDE QUE TENGO uso de razón, quienes nos hemos opuesto a los nacionalis-mos periféricos en España hemos sido tachados de nacionalistas españoles. Según este discurso, muy extendido entre la izquierda y los propios separatistas, el conjunto de los partidarios de la unidad de España no tenían en el fondo ninguna convicción democrática y constitucionalista. Si apelaban a las leyes era sólo porque les conviene un statu quo que reconoce a su nación como el Estado que se le niega a Cataluña y Euskadi.

Los adversarios del catalanismo y el nacionalismo vasco, por tanto, no eran más que la otra cara de la moneda: partidarios de una corriente política guiada también por el sentido de pertenencia, sólo que a una lengua, una cultura y un relato histórico que además habían dominado y subyugado al de sus adversarios durante siglos y carecían, de esta forma, de la legitimidad que automáticamente se le concede a la víctima.

Una de las mejores maneras de defenderse de esta acusación era comparar los mensajes de los partidos. Muy raramente se ve a PP, PSOE (si me permiten) o Ciudadanos reivindicar la reconquista o el descubrimiento de América como hecho inspirador de sus políticas. Por el contrario, la parte fundamental del argumentario del nacionalismo catalán y vasco se remonta a hitos pasados más o menos imaginarios. Basta escuchar a sus líderes para calibrar la importancia de la historia, y a menudo del mito, en su concepción de unas sociedades contemporáneas abigarradas y complejas que desbordan si no se castran estas camisas de fuerza idealizadoras.

La comparación nos permitía afirmar con rotundidad que no existía el nacionalismo español, al menos como movimiento político relevante en nuestros días. Puede que a algún dirigente de los partidos constitucionalistas se le escapara en alguna tertulia algún ramalazo de orgullo patrio, pero los motivos de este orgullo no inspiraban nunca programas, ni estaban detrás de sus decisiones políticas.

Algo ha cambiado ahora con la irrupción de Vox. Su éxito en Vistalegre ha puesto al partido de Abascal en el centro del escenario político español, y no son pocos los pronósticos que le dan más de un diputado en el parlamento. Vox será de cara a las elecciones un actor relevante en la vida política española. Y después de leer algunas de las 100 medidas que propone ya no podemos decir que el nacionalismo espa-ñol no existe.

Como el régimen nacionalista español que mandó en España cerca de cuarenta años, y como sus supuestas némesis en Cataluña y el País Vasco, Vox sacraliza los símbolos nacionales y quiere agravar las penas para quienes los ultrajen. El partido de Abascal también apuesta por la formación del espíritu nacional que practicó Franco y adaptaron a su imaginario los nacionalistas catalanes y vascos. Para ello, propone un «plan integral para el conocimiento, difusión y protección de la identidad nacional y de la aportación de España a la civilización y a la historia universal, con especial atención a las gestas y hazañas de nuestros héroes nacionales».

La persecución del discrepante –que no tiene nada que ver con castigar al que viola las leyes, aunque sea por fidelidad a unas ideas políticas– es otro de los anhelos compartidos por Vox y los nacionalistas periféricos. El manifiesto de Vox propo- ne prohibir a todo movimiento que bus- que «destruir» la unidad de España. En una reedición del viejo adagiopujolista («es catalán quien vive y trabaja en Cataluña y tiene voluntad de serlo»), separa a los ciudadanos españoles entre quienes nacieron aquí y quienes vinieron de fuera, como Echenique, a quien llama extranjero y para quien propone el destierro por considerar nocivas sus ideas.

El nacionalismo español existe, y de la respuesta que reciba en las filas constitucionalistas dependerá la credibilidad del propio constitucionalismo, que demostrará ciertas las acusaciones de sus adversarios si no denuncia la pulsión esencialista de este previsible revival. Puede que sea la hora de Vox, pero también es la hora de criticar lo mucho que une a Vox con quienes desde la muerte de Franco buscan imponer sus ensoñaciones nacionales utópicas a comunidades de personas diversas que no encajan en sus moldes más que por la fuerza.

MUCHOS LIBERALES implacables con las imposiciones separatistas y sus programas de ingeniería social han evitado criticar a Vox amparándose en el doble rasero con que la prensa y los intelectuales de izquierdas juzgan a unos y otros nacionalistas. Hay también quien evita señalar los peligros que representa la formación de Abascal contraponiendo su relativa irrelevancia con el impacto que han tenido (y siguen teniendo) los movimientos identitarios catalán y vasco.

Ninguno de estos razonamientos deja de sonar a excusa y no consigue esconder la naturaleza antidemocrática de un proyecto tan antiliberal, dogmático e intolerante como el que fundó Sabino Arana y el que acaudilló Pujol. Pablo Molina ha escrito en Libertad Digital que «el miedo cambia de bando» con la entrada en el patio político de Vox. Pero a lo que deberíamos aspirar es a quitarle el poder al matón sin entregárselo a otro matón. Y a que nadie tenga miedo.

La agobiante intensidad de la hegemonía cultural de la izquierda y del identitarismo victimista que (no sólo en España) han dominado el discurso público durante décadas casi nos había hecho olvidar que también existe, y es una amenaza a la convivencia, la extrema derecha. Una derecha de verdad fundamentalista, que vuelve realidad las caricaturas con que se descalificó injustamente a tantos demócratas. Y que aprovecha su posición de underdog para proclamar sin escrúpulos la superioridad sin matices de una visión maximalista y excluyente del mundo.

La catadura de sus enemigos no convierte al tradicionalismo autoritario en liberal, ni el abismo que representan ciertos proyectos debe hacer que nos conformemos con alternativas igual de desagradables, que se derrumban con estrépito cuando pasa el tiempo de combatir y llega la hora de las propuestas. Ya lo hemos hecho antes, y podemos volver a hacerlo mejor.

Marcel Gascón Barberá es periodista.