El Correo-PEDRO JOSÉ CHACÓN DELGADO Profesor de Historia del Pensamiento Político en la UPV/EHU

Como trabajadores, los taxistas tienen derecho a todo lo que reclaman, solo faltaba. Otra cuestión es cómo lo reivindican y hasta qué punto pueden bloquear la vida de una ciudad

Taxi y metáfora son dos términos procedentes del griego y además con mucho en común como vamos a ver. El primero significa en origen tasa, valor –aunque también se le atribuye el significado de orden– y el segundo es traslado, desplazamiento. El taxi –apócope de taxímetro– nos transporta y, del mismo modo, con la metáfora –si vamos a Atenas a los transportes les llaman metáforas– trasladamos una acción concreta para denominar con ella, desde su uso habitual, otra de orden abstracto: por ejemplo, apretarnos el cinturón por ahorrar. En este caso la economía, que es una ciencia social enormemente compleja, encuentra en la huelga de taxis que ahora nos afecta un compendio perfecto para entender muchos de sus dilemas.

Como trabajadores, los taxistas tienen derecho a todo lo que están reclamando, solo faltaba. Otra cuestión es cómo lo reivindican y hasta qué punto pueden bloquear la vida de una ciudad y, de paso, la de cientos de miles de personas en plenas fechas de inicio o fin de vacaciones. Seguro que no hay ningún ciudadano que no se haya visto expuesto alguna vez a las consecuencias de una huelga de transporte. Sin llegar a las consecuencias dramáticas de vernos atrapados en un aeropuerto por la huelga de controladores o de pilotos –tener que dormir en el suelo, pagarte hotel extra, justificar la ausencia en el trabajo, sin reparar en los niños, personas de edad o enfermas afectadas–, en el caso de la huelga de taxistas se podrían alcanzar cotas similares de extorsión para la vida cotidiana, de persistir el bloqueo del centro de las ciudades, imposibilitando los desplazamientos y los repartos. Este tipo de protestas le dan a esas reivindicaciones una capacidad de presión de la que no disponen otros trabajadores, cuyas necesidades son, como mínimo, tan atendibles como las de los taxistas: pongamos por caso, los investigadores del cáncer o de cualquier otro tipo de enfermedad hoy incurable, que dedican lo mejor de sus vidas a esas tareas y que no disponen, sin embargo, de capacidad de presión para mejorar sus muchas veces penosas condiciones laborales.

Pedirnos a los demás, como trabajadores que somos, que seamos solidarios con las reivindicaciones de los taxistas, es una apelación ideologizada en busca de un interés de clase que solo contempla una de las facetas de nuestra condición social –la de productores o trabajadores– en perjuicio de otra, tan importante o más en nuestras sociedades actuales: la de ser usuarios y consumidores. Los taxistas, muchos de los cuales pagan un dineral por su licencia, están evidenciando cómo su medio de vida se está viendo afectado por unas plataformas digitales que ofrecen los mismos servicios, sobre todo en las grandes ciudades, pero de un modo incluso más eficaz, transparente y seguro que el de los taxis tradicionales; y además sensiblemente más barato. Este es todo el origen del conflicto.

Y ahí es precisamente donde entran en juego nuestros derechos como usuarios, que en principio, como es lógico, se mueven por razones de precio y calidad. Los partidarios de la huelga de taxistas nos dicen que quienes nos ofrecen servicios mucho más baratos están sometidos a una explotación salvaje y son dirigidos por multinacionales desaprensivas y fondos-buitre. Desde luego que la diferencia de precio tendrá que ir en algo, pero no debería buscarse en unos abusos de las condiciones laborales, ya que si tanto taxis como VTC están sometidos a la misma legislación del Estado, los límites deben ser los mismos para ambos. Del mismo modo que nuestras prácticas de consumo se mueven todas en un escenario común. Así, a la hora de elegir alimentos, cada vez nos concienciamos más de que es más saludable optar por alimentos de los que conozcamos su procedencia, manipulación y propiedades. Y todo eso lógicamente encarece los productos, pero lo damos por bien empleado porque es bueno para nosotros. En los demás casos, por ejemplo en el tema de la ropa y el calzado, normalmente solo nos planteamos que la relación calidad/precio sea buena y eso da por supuesto que las marcas trabajan con mano de obra barata y no hay más que mirar la etiqueta de las prendas y del calzado que utilizamos, producidos en Tailandia, Birmania, Bangladés o Indonesia. Y lo mismo si hablamos de electrodomésticos, móviles o equipos de imagen y sonido.

¿Qué buscamos entonces como usuarios, como consumidores? En principio lo de siempre: una relación calidad/precio satisfactoria. ¿Deberíamos plantearnos también a partir de ahora cómo llegan hasta nosotros los productos que consumimos? La tendencia a futuro sin duda es esa y esta huelga podría ser un eslabón más hacia ello en una época de profundas transformaciones sociales. ¿Y podría ser el sector del taxi, con su mayor capacidad de presión, el que nos abriera los ojos al respecto? Podría ser, por qué no, pero su fuerza de convicción sería mucho mayor si supiéramos cómo son los hábitos de compra de los taxistas cuando actúan como consumidores, si reparan entonces en las condiciones de trabajo de quienes han hecho la camisa que visten, los zapatos que calzan, el móvil por el que hablan o los componentes del coche con el que trabajan.