Editorial El Mundo

AJENO a los tiempos y estrategias del poder ejecutivo, como debe ser en democracia, el Tribunal Supremo continúa impertérrito su labor de investigación para esclarecer responsabilidades por el golpe institucional en Cataluña. El magistrado Pablo Llarena ha citado mañana viernes por la mañana a seis dirigentes independentistas –sobre los que pesan cargos de rebelión, sedición y malversación– a los que notificará el auto de procesamiento de su causa y la celebración de una vistilla en la que decidirá si vuelven a ingresar en prisión o no.

Entre los citados figura Jordi Turull, en quien el independentismo había depositado sus esperanzas de investidura. Mientras los partidos que forman la mayoría secesionista se obstinen –con la complicidad del presidente Torrent– en proponer candidatos con cuentas pendientes en los tribunales, Cataluña seguirá privada del autogobierno que le reconocen la Constitución y el Estatuto. Existe la posibilidad de que Turull ingrese en prisión preventiva mañana mismo: sólo depende de que Llarena advierta riesgo de reiteración delictiva. El adelanto urgente de la investidura de Turull por parte de las fuerzas soberanistas responde a la intención desleal de sostener el desafío al Estado. La respuesta debe ser de una contundencia proporcional.

Junto a Turull, el Supremo ha citado a otros cinco investigados en la causa por el mismo motivo: Carme Forcadell, ex presidenta del Parlament; Marta Rovira, secretaria general de ERC y la única que ha evitado la cárcel de momento; y los ex consejeros Raül Romeva, Josep Rull y Dolors Bassa. Todos ellos son diputados en el Parlament. Sobre todos ellos se cierne un sombrío horizonte penal, al margen de las maniobras victimistas que orqueste en respuesta el independentismo.

Un pasatiempo apasionante en los foros de debate consiste en calcular si la aceleración que acaba de imprimir Llarena a la instrucción conviene o no al contexto político. Tal curiosidad está justificada y al mismo tiempo es irrelevante. Está justificada porque, con su escueta notificación, Llarena parece contradecir el nuevo criterio impuesto por la Fiscalía General del Estado, partidaria ahora de facilitar excarcelaciones. Un giro judicial con previsibles efectos políticos para desbloquear no sólo la gobernabilidad de Cataluña sino la propia duración de la legislatura, subordinada a la aprobación de unos Presupuestos que el PNV ha condicionado al levantamiento del 155. Pero si se le atribuyó a Llarena un exceso de cálculo cuando retiró la euroorden contra Puigdemont para que no se devaluara la causa, nadie puede escatimarle ahora su escrúpulo legal, impermeable a las presiones políticas. Por eso es irrelevante entregarse a conjeturas sobre el gusto o disgusto del Gobierno: lo que importa es que prevalezca la ley. Más cuando se dirime la unidad de la Nación y los derechos políticos de todos los españoles.