La indiferencia y la desigualdad

TEODORO LEÓN GROSS – EL MUNDO – 25/02/17

Teodoro León Gross
Teodoro León Gross

· Hay datos que, a fuerza de repetirlos, impresionan cada vez menos. Por la erosión moral de la costumbre. Así se asimilan con naturalidad cifras de paro que deberían provocar, al menos en lugares como Andalucía, rebeliones en las urnas; o se asume sin más el retablo de la corrupción, incluso con la complacencia confortable del PP en su congreso días atrás; o la violencia de género… El periodismo certifica la realidad pero también la indiferencia colectiva. Y en ese paisaje cotidiano invisible se desdibuja la pobreza infantil.

Los datos del informe Desheredados de Save the Children no pueden competir con el culo de una celebrity, claro, pero de hecho se despachan amortizados a beneficio de inventario. Y ya no se trata de la cifra de hogares en quiebra, sino el abismo que se extiende: la crisis ha afectado cinco veces más a los niños pobres que a los acomodados. Pasar de largo ante ese dato tendrá, a la larga, un coste elevado.

La desigualdad es una patología lenta pero siempre peligrosa. En la penúltima edición de Davos, los amos del universo, como los llaman los conspiranoicos de cabecera, la metieron en agenda e invitaron a Oxfam a sonrojarles un rato. Allí, bajo la Montaña Mágica, donde las mañanas luminosas inspiran la sensación de que «el mundo está bien hecho» como en el verso de Guillén, oyeron datos terribles. Tanto si impostaban o no la pesadumbre, al menos su mensaje era tomar esto en serio.

Y no se equivocan. Mucho más que los tiempos duros, lo que provoca sacudidas en el curso de la historia es la desigualdad. La gente puede soportar las penalidades, pero no que paguen algunos por todos. Ése ha sido el combustible del populismo. Los detonadores que hacen estallar las cosas son las mariantonietas haciendo chistes de repostería a los pobres hambrientos en la puerta de palacio. La egalité no es una milonga del Gran Oriente, sino la médula de la pax social.

La retórica en torno a la desigualdad se presta a un equívoco, bien explotado por esos discursos populistas. Al comparar la situación de ricos y pobres, se infiere que los ricos son culpables de la situación de los pobres. Esa lógica no sirve para inspirar soluciones sino para alimentar el rencor. El problema no es la riqueza sino las desigualdades injustas. De hecho la creación de riqueza, lejos de ser el drama, es la solución, salvo que contribuya a trazar líneas rojas que excluyen a las legiones empobrecidas de la esperanza. En definitiva, según el principio de Rawls, las desigualdades son aceptables si responden a posiciones abiertas de competencia justa, pero deben tender a beneficiar a los menos favorecidos. ¿Y eso está sucediendo? Parece exactamente lo contrario. Las políticas públicas están empeorando esto.

España está entre los países más desiguales en una Europa de claroscuros; y no va a mejor, según Eurostat. El índice Gini nos aleja incluso de Grecia; aquí crece el abismo entre los segmentos de ricos y pobres mientras se brinda por una macroeconomía alejada de los perdedores. También, bajo el fuego de la crisis, ha ido a más la desigualdad entre las regiones ricas y pobres; el gap Extremadura/País Vasco dobla sus riquezas relativas mientras el sálvese quien pueda se impone al discurso de la solidaridad territorial.

Ocho de cada diez españoles cree que se gobierna para las élites extractivas, error mayúsculo que nutre la retórica de la casta. Los descontentos sociales no surgen tanto de los sacrificios en tiempos difíciles como de la desigualdad, una corrosión interior al principio invisible, como escribe Tony Judt, pero al final siempre destructiva.

TEODORO LEÓN GROSS – EL MUNDO – 25/02/17