El Correo-JOSU DE MIGUEL BÁRCENA

Cuando se pone el foco en la dimensión moral de las sentencias, se corre el peligro de deslegitimar unas instituciones destinadas a mediar en los conflictos entre los ciudadanos y el poder

Hay un bello capítulo en ‘La hispanibundia’, de Mauricio Wiesenthal, donde se retrata la tendencia secular española a memoriar la historia a través de gestas populares donde se desencadenan las tramas en busca de sentencias justas: ‘El mejor alcalde, el rey’, ‘Fuenteovejuna’, ‘Peribáñez’ y ‘El alcalde de Zalamea’ son algunos de los ejemplos más representativos. En casi todas estas obras de teatro clásico emerge de la frustración social un sentimiento exaltado y casi fanático de la Justicia, un abuso pasional y acomodaticio del Derecho que favorecerá –bien lo sabemos por hechos cercanos acaecidos en Cataluña– la aparición de ‘pronunciamientos’ como forma caprichosa de imponer determinados criterios políticos y subjetivos a la colectividad.

Desde hace un tiempo se observa en nuestro país la generalización de manifestaciones populistas y justicieras en el sentido anteriormente apuntado. Nadie puede negar, como nos enseñaron Adam Smith, David Hume o Rudolf von Ihering, que en la conformación del Derecho, como fenómeno cultural, se incorporan numerosas pasiones que seguramente donde mejor se expresan es en la lucha de los grupos postergados por derribar las desigualdades que sufren. Sin embargo, cuando la pasión se descontrola y el Derecho deja de estar mediado por la razón, el resultado es el que tenemos a la vista: redes sociales que arden de indignación, manifestaciones ante los tribunales y groseras invectivas contra jueces y magistrados a los que se acusa de estar un día con el patriarcado y otro con la banca.

En gran medida, la deslegitimación social del Poder Judicial en España viene de lejos. Y no me refiero, precisamente, al franquismo y a problemas estructurales que todos conocemos o hemos sufrido. Desde los años 90 del siglo pasado, el modelo de responsabilidad política que generalizó el PSOE primero, y asumió el PP después, como consecuencia de los numerosos casos de corrupción, fue el de que «lo penal detenía el curso de lo político». Ello evitaba que pudieran lanzarse graves acusaciones sin fundamento y, por lo tanto, vulnerarse la presunción de inocencia de parlamentarios y miembros del Gobierno. Sin embargo, al diluirse la responsabilidad política en la penal, se involucraba peligrosamente a la judicatura –institución que debe permanecer neutral– en una lucha política que a la larga podía tener funestas consecuencias.

Como bien se sabe, la monumental crisis financiera y económica de finales de la pasada década solo fue dirimida en España mediante elecciones y una actuación decidida de jueces y fiscales, que persiguieron sin descanso los excesos cometidos en numerosos bancos y entidades de crédito. La corrupción de los políticos y los partidos no tuvo sin embargo un correlato inspirado en un examen crítico de conciencia por parte de quienes habían tomado decisiones equivocadas durante largo tiempo. Así las cosas, la entrada de Urdangarin o Rato en la cárcel inspiraba dos lecturas contradictorias: la de la satisfacción racional por el buen funcionamiento de los tribunales y la de un gozo moral por ver castigados a los miembros de la casta política que parece haber causado la mayor parte de los males que sufre nuestra sociedad.

No seré yo quien discuta esta última premisa, pero resulta evidente que cuando se pone el foco en la dimensión moral de las sentencias y actuaciones judiciales, se corre el peligro de deslegitimar unas instituciones destinadas a mediar en los conflictos entre los ciudadanos y el poder. Ello no significa, obviamente, que la actuación del Poder Judicial no esté sometida a escrutinio por parte de la opinión pública.

Desde este punto de vista, la actuación del Tribunal Supremo en lo referido al impuesto sobre las hipotecas ha mostrado una descoordinación y una falta de profesionalidad alarmante, que debería implicar una revisión de procedimientos y, por qué no decirlo, alguna asunción de responsabilidades. Sin embargo, la reacción a la sentencia fue el enésimo aquelarre populista, en buena medida porque en España hay muchos que no esperan decisiones judiciales razonadas y garantistas, sino sentencias justas que satisfagan cierta visión política del mundo.

Unos buscan pescar a río revuelto: identificar al poder judicial en su conjunto con el ‘Régimen del 78’ que tienen como objetivo destruir y mandar un recado a jueces y tribunales sobre las consecuencias sociales que pueden tener sus sentencias en casos de especial relevancia política (‘La manada’ y ‘el procés’). Otros, sin embargo, se mueven sin ningún disimulo en un marasmo de cinismo que Sloterdijk detectó por ejemplo en el curso de la República de Weimar: mientras negocian y acuerdan el enésimo reparto político del Consejo General del Poder Judicial, se dedican a lanzar tweets e ir por las televisiones acusando a los tribunales de haberse vendido a la banca. No me hagan caso, pero hay tendencias de furia y degradación institucional que los sistemas políticos no son capaces de superar.