El Correo-JOSÉ MARÍA PORTILLO

El 23 de junio se cumplen 150 años del Pacto Federal de Éibar. Fue firmado en el contexto de la revolución de 1868 en España, la Gloriosa, que toma el nombre de la revolución inglesa que tuvo lugar dos siglos antes. A ambas la gloria les vino del hecho de haberse enfrentado a la Monarquía y, aunque en los dos casos el resultado fue otra Monarquía, también es cierto que fueron fuertemente limitadas por constituciones que se basaban en la supremacía parlamentaria, en el caso inglés, y en la soberanía nacional, en el caso español. La de 1868 fue la primera revolución en España que cuestionó dos pilares históricos que el liberalismo no había tocado aún en lo que iba de siglo revolucionario: la Monarquía como forma de Gobierno y la católica como religión nacional. No es casual que en 1812, 1834, 1837 o 1845 los cambios constitucionales se hubieran referido oficialmente como «reformas» y no como revoluciones.

En la Gloriosa no solamente se cuestionaron religión y monarquía como atributos inescindibles de España, sino también la forma en que el Estado debía estar organizado. España conocía experiencias históricas que apuntaban a formas complejas de interpretar la identidad. La foralidad no era sólo un recuerdo que se plasmaba en algunos mapas ideales que dibujaban antiguos territorios con derecho propio; en las provincias vascas y en Navarra seguían vivos gracias a las leyes de 1839 y 1841. A los federalistas siempre les atrajeron esas formas de gobierno territorial no por lo que tenían de privilegio, sino por lo que denotaban de autonomía.

En efecto, fue la autonomía, la capacidad para regular la vida más cercana a uno mismo y su comunidad, lo que los federalistas vascos en Éibar en 1869 valoraron como un muy buen apoyo para proponer su extensión al resto de España. Cierto que se trataba de una interpretación arbitraria e interesada del pasado foral vasco, pero no lo era más que la que con notable éxito habían hecho las fuerzas conservadoras, entre las que estaban los fueristas moderados y los carlistas. Con ello los federalistas estaban enfrentando uno de los principales dilemas que la política contemporánea planteó a la tradición liberal: hasta qué punto podía extenderse la idea de soberanía nacional sin que invadiera espacios de libertad que no debían estar a disposición de la nación sino de los individuos.

La solución que los federalistas de Éibar encontraron a este dilema, como lo hicieron otros federalistas españoles y europeos, tenía que ver con esa idea básica de la autonomía. A diferencia de lo que sostenían los partidarios de una Monarquía administrativa y centralista (que nunca supieron consolidar, por otra parte), los federalistas propusieron que España se construyera basándose en lealtades tejidas desde abajo y respetando los diferentes ámbitos de decisión. Tanto en Éibar como en Tortosa, Córdoba u otros lugares donde celebraron pactos semejantes, los federalistas pensaban en España y en la libertad al mismo tiempo. Identificaron claramente la libertad con la capacidad para autogestionarse, para decidir en los ámbitos correspondientes las cuestiones que son propias del mismo. La contradicción entre la soberanía de la nación y la libertad quedaba así resuelta de una manera efectiva.

De hecho, desde aquella revolución que abre definitivamente el horizonte de la modernidad en España, la libertad se ha encarnado siempre en sistemas que han apuntado hacia el federalismo. Los federalistas en Éibar, como en otros lugares de España, nos ofrecieron con ello una lección que hoy puede seguir teniendo utilidad: lo importante no es decir, repetir u obligar a decir y repetir a los demás que somos españoles, o que somos vascos, sino tejer España como el espacio compartido desde la libertad y la autonomía.