IGNACIO CAMACHO-ABC

Rajoy, que había estrechado con Sánchez ciertos lazos, ha tomado la moción como una traición personal y de Estado

EN política hay muchas maneras de suicidarse, pero la más eficaz es hacer lo contrario de lo que piensan tus votantes. Por eso Ciudadanos, cuyo crecimiento procede esencialmente del trasvase de votos populares, no puede apoyar la moción de censura de Sánchez sin disipar sus expectativas actuales. Rivera ha dado la impresión de entenderlo tarde, después de amagar con sumarse a la expulsión del Gobierno cuya continuidad vía Presupuestos había respaldado dos días antes. Quizá le gustaría repetir a escala nacional las operaciones de Madrid y Murcia, donde forzó al PP a cortar las cabezas que no quería entregarle, pero le faltan para ello dos detalles: el primero, que el centro-derecha no suma mayoría en el Congreso y el segundo, que el presidente no está dispuesto a inmolarse.

Ayer Rajoy parecía, y lo estaba, muy cabreado. Su carga contra el líder socialista fue a saco. Siempre lo ha considerado un incompetente, sin sustancia y vacuo, pero en los últimos tiempos se habían acercado, unidos por el desafío catalán y el auge de Cs, y ha interpretado el repentino intento de desalojarlo como una traición personal y de Estado. Se ha acostumbrado a soslayar la corrupción, a convivir con ella a base de instinto pragmático, y no acaba de ver en la sentencia Gürtel un motivo para tanto escándalo. Su reacción es la de un hombre al que le parece una irresponsabilidad extravagante que la oposición lo asedie en un momento delicado. Por supuesto que va a resistir hasta donde pueda porque se siente convencido de que la estabilidad del país sólo está garantizada con él al mando. Y también porque intuye que los titubeos de Rivera abren una posibilidad de hacerle daño.

Sin embargo, ni Rivera ni él tienen esta vez la sartén por el mango. Ante el envite de la izquierda, esta legislatura calcinada vuelve a estar en manos del PNV y sus cinco escaños. El resto de los nacionalistas se sumarán a cualquier iniciativa de desahucio contra su detestado adversario, pero los vascos temen que la moción triunfante, o unas elecciones anticipadas, refuercen al partido del que más recelan: Ciudadanos. Ésa es la razón tácita de su voto a favor del acuerdo presupuestario: mantener un statuquo que ahora queda de nuevo amenazado. Aunque ser decisivos les da poder, tendrían problemas para explicar a su clientela abertzale que les conviene seguir apuntalando el mandato de un Rajoy convertido en un chicharro.

Y al fondo, Cataluña con su circo, con su clase dirigente enfrascada en quitar y poner lazos amarillos. Ahí está, mucho más que en la agonía del marianismo, la verdadera dimensión crítica de este marasmo político, la que compromete incluso la convocatoria de nuevos comicios. Porque, además del riesgo objetivo de que el resultado electoral por bloques fuese parecido, nadie es capaz de predecir lo que los independentistas podrían inventar frente a un Gabinete interino.