La maldición de la militancia

EL MUNDO  30/09/16
JORGE BUSTOS

HACE BIEN doña Bescansa en desear un censo electoral por debajo de los 45, porque Podemos es el Toys ‘R’ Us de la democracia española, el bazar de maravillas donde nuestros tardoadolescentes se inician en el juego político. Lo que no esperábamos es que el PSOE, a sus 137 años, acabara en manos de un niño alto que se encierra con llave en el cuarto de los juguetes de la calle Ferraz.

Infante, del latín, significa el que no habla. El que es incapaz de articular un proyecto político. De explicar que una cara abstención ante un PP en minoría no entraña rendición, sino control, influencia positiva mientras el desgarro cicatriza en la oposición. Rajoy preferiría que Sánchez le aguantase hasta diciembre al frente de un partido mutilado para meterle 100 escaños de ventaja. Pero a los nenes que siguen el espectáculo –con su lógica forofa– la abstención se les antoja una sutileza incomprensible y tétrica: ellos practican el sí para los amigos y el no para los enemigos, y demandan de sus jefes de pandilla una rotundidad correlativa. A esta terca prolongación de la niñez se la conoce como militancia, y a ella se acoge el niño alto de Ferraz para que no le quiten el juguete, aunque el juguete pida a gritos pilas nuevas y ruedas de recambio.

Los espectadores sensibles al cojonudismo español se descubren estos días admirando a Pedro Sánchez. A la temeridad nunca le faltó aquí predicamento, pero el Niño del Búnker, como todo rebelde sin causa, conmociona más que conmueve. Una militancia decisoria es la ruina de cualquier partido, cuando no el subterfugio de los líderes incompetentes. El PSOE era un partido de gobierno porque sabía romper la estrecha identificación entre militantes y votantes en favor de los segundos. Con sus siglas no se identificaban sólo los Juramentados de la Fratría del Cordón Sanitario, sino una base social heterogénea y ancha. Un buen líder es aquel que traiciona a su militancia sin dejar de argumentarle las razones, que siempre las hay, porque la realidad es ondulante y los credos demasiado rígidos. Y si uno sabe explicar dónde adaptarse y dónde plantarse no sólo la militancia le seguirá, sino también los votantes. Los sanchistas arguyen que no pidieron el voto para investir a Rajoy; pero tampoco lo pidió Suárez para legalizar el PCE, ni Felipe para abjurar del marxismo, ni Carrillo para aceptar la monarquía. Y, sin embargo, la historia los ha absuelto con creces de aquellas traiciones. Liderar no es tratar de surfear la corriente –el populismo en el caso de Sánchez–, sino contradecirla. Por eso Iglesias sí es un líder: sus recetas contradicen la marcha del progreso en el siglo XXI, pero ha convencido a muchos de que son las idóneas. La socialdemocracia aún tiene ideas que aportar al mercado político, pero a su insepulto abanderado en España le sedujo más el brillo montaraz del adanismo que el ejemplo vigente de sus mayores.

Ese ha sido el fracaso de Sánchez, más allá de que tampoco los críticos hayan obrado con pedagogía. Ellos fueron los primeros Frankenstein que dejaron crecer al engendro: ahora no pueden escandalizarse de que la criatura rompa todos los suelos electorales del PSOE o pretenda gobernar con independentistas y populistas. Pero si no hay patriotismo sino ambición en el móvil del golpe, lo hay en los efectos. Traicionando la democracia interna salvan al partido, que caería hasta la irrelevancia en terceras elecciones. Y desbloquean un país cuya inercia alcista ya empieza a decelerar.