IGNACIO CAMACHO-ABC

Con el retorno a la idea de movimiento cívico, Cs pretende desafiar la tradición hegemónica del sistema de partidos

ESA plataforma que presentó ayer en Madrid Albert Rivera –con menos contenido e impacto del esperado, por cierto– no es tanto un artefacto de reclutamiento o de enganche como una OPA hostil a los dos viejos partidos. O más bien a toda la tradición partitocrática de la política española, que Ciudadanos pretende sustituir por un modelo cercano al de Macron o Trudeau, impregnado de un aire de moderno bonapartismo. Una apuesta por un paradigma de participación distinto que trascienda el patrón de los aparatos orgánicos para estructurarse como un movimiento cívico. A partir del obvio desgaste de las siglas clásicas, la cúpula de Cs ha buscado inspiración en las experiencias triunfantes en Francia, Canadá o Argentina, donde se han impuesto liderazgos abiertos en torno a programas reformistas ideológicamente eclécticos o ambiguos. La crisis de Cataluña, con su potente impacto en el proyecto constitucional español, es el fondo de este intento –horizontal y no exento de un tinte de oportunismo– de romper con un orden dinástico envejecido.

Sin embargo, entre el «populismo mainstream» –o de alta aceptación– que Alain Mainc adjudicó a Macron o Macrí y el de Rivera existe un factor diferencial muy importante que no tiene que ver con el pensamiento ni con la estrategia. Se trata del procedimiento mayoritario de doble vuelta, que criba a los competidores menos votados y favorece la elección directa. España es un régimen parlamentario diseñado a la medida de los partidos sobre los que se construyó el sistema, y no va a resultar fácil encajar un molde de adhesión presidencialista en esa morfología política hermética. Ese blindaje fragmentario, sobre cuya proporcionalidad ha expresado Ciudadanos numerosas quejas, choca paradójicamente con la vocación extensiva, hegemónica, de su nueva propuesta.

Porque el envite riverista no consiste en compartir el poder –y menos con el PP, como sugiere un generalizado automatismo de opinión pública– sino en acapararlo. Su España Ciudadana surge como un instrumento para desplazar el eje del centro-derecha hacia su propio campo. El auge en las encuestas a raíz del conflicto catalán le ha dado alas para soñar con una mayoría social capaz de derrocar al statu quo partidario, que se ha enrocado para su autodefensa en una especie de mutuo abrazo. Pero la realidad electoral, con cuatro fuerzas nacionales en liza, le obligará a avenirse a pactos; no podrá gobernar solo –ni nadie– salvo en el improbable caso de que una de las patas apolilladas del bipartidismo se venga abajo. La iniciativa de sustituir la militancia por la complicidad o la colaboración es un salto cualitativo en el que Podemos ya ha transitado de la esperanza al fracaso; tiene indudable atractivo pero choca con un hábito cultural muy consolidado. Un duelo interesante y sin desenlace claro: cambio contra resistencia, vitalidad contra marasmo.