ABC-IGNACIO CAMACHO

Llarena tendrá que buscarse sus abogados porque el Estado al que representa le ha mostrado la jofaina de Pilatos

MIENTRAS Sánchez agita con una mano el espantajo de Franco para convertirlo en el eje de una campaña electoral eterna –a cuyos efectos ha rescatado el término frentepopulista de «las derechas», con peligrosas resonancias históricas sobre la CEDA–, con la otra le ha atizado por lo bajinis una puñalada de pícaro al juez Llarena. Al único servidor del Estado que en este momento sostiene la primacía de la ley en Cataluña sobre el apaciguamiento de conveniencia, el Gobierno le ha negado la cobertura de su propia defensa en una demanda formulada por Puigdemont para socavar su imparcialidad ante los tribunales de Bélgica. Se trata, según el Gabinete, de una cuestión privada que escapa de sus competencias; los golpistas fugados quieren desacreditar la neutralidad de un miembro del Supremo a escala europea y el Ministerio de Justicia entiende que el asunto no le afecta. Si eso no es una concesión (mal) encubierta al separatismo, que baje Dios y lo vea.

El motivo –el pretexto– de la denuncia contra Llarena es que en una charla negó el carácter de presos políticos a los líderes de la sublevación que mantiene encarcelados. Es decir, que sostuvo que en España rige un ordenamiento jurídico de legitimidad ajustada al canon democrático. El casuismo con que el Gobierno evita ofrecerle respaldo se ciñe al ámbito extrajudicial, una conferencia, de las declaraciones del magistrado. Lo que la realidad sugiere, sin embargo, es otro gesto complaciente de la «distensión» con que el presidente obsequia a sus circunstanciales aliados. La estrategia de conciliación con los independentistas tiene en el próximo juicio del procès un enojoso obstáculo, y tal vez ninguna de las partes se sentiría incómoda ante un revés que cuestionase el prestigio del severo instructor del sumario. Erigido en el último dique del Derecho como ultima ratio, Llarena se ha vuelto en medio del nuevo clima político un personaje decididamente antipático, un estorbo manifiesto para cualquier salida de tono blando. Pero como ni siquiera este Sánchez cesáreo puede negarle amparo –¡¡frente a Puigdemont!!– sin arriesgarse a un escándalo, ha optado por un endeble subterfugio argumental para lavarse las manos. El juez tendrá que buscar sus propios abogados porque el Estado al que representa y defiende le ha mostrado la palangana de Pilatos.

Pero si la demanda de los prófugos tiene éxito ante la muy proclive justicia belga, la salpicadura de esa simbólica jofaina va a mojar a la nación entera. La causa procesal contra la insurrección quedará contaminada por la sospecha de falta de independencia, y los rebeldes habrán ganado otra batalla más en su empeño por presentarse como víctimas de una persecución torticera. Campo libre para el blanqueo de la revuelta. El pretor de La Moncloa no tendrá problemas: siempre podrá alegar que la judicialización del conflicto fue una mala idea… de la derecha.