MANUEL MONTERO-El Correo

En 1968 comenzó en el País Vasco el periodo terrorista y la emergencia de ETA formó parte del ambiente internacional, un contexto histórico que enmarca pero no justifica la práctica del terror

De forma premonitoria, el 7 de junio de 1968 el titular de un periódico bilbaíno fue: «La paz, asesinada». Se refería al asesinato de Robert Kennedy, ocurrido el día anterior, con mayor impacto que el del guardia civil José Antonio Pardines, pues tardaría en saberse que ese día la paz quedó asesinada en el País Vasco para varias décadas con la primera acción mortal de ETA. Las noticias detallaron el crimen sin intuir lo que venía: «Guardia civil muerto a tiros en Villabona (Guipúzcoa)». 7 de junio del 68.

Aquella jornada se daba cuenta, sobre todo, de la conmoción por la muerte de Robert Kennedy. Y había una noticia de interés relacionada con el País Vasco: se eliminaban oficialmente la expresiones que tachaban a Vizcaya y Guipúzcoa de «provincias traidoras» en el preámbulo del decreto de 23 de junio de 1937 que había suprimido su Concierto Económico. Se hacía a instancia de las diputaciones y porque «no se corresponden con el noble esfuerzo y laboriosidad que han caracterizado siempre a dichas provincias dentro de la unidad nacional». La rectificación, que llegaba tarde, pasó inadvertida. Y así cambió todo. Llegó una nueva época y lo hizo en un año internacionalmente azaroso. ¿Lo que sucedió en el País Vasco fue una más de las convulsiones de 1968?

Ese año se produjo una oleada de movimientos de connotaciones revolucionarias. El Mayo francés simboliza esta efervescencia, pero participaron de ella lugares tan distintos como México DF, Berkeley, Tokio, Varsovia, Berlín, Praga, Roma… La estabilidad que siguió a la Segunda Guerra Mundial fue alterada súbitamente.

El movimiento de estudiantes en París tuvo objetivos imprecisos y limitados, pero enorme impacto. Repudiaba al sistema y a su alternativa estalinista y contestaba la autoridad. Fue un estallido breve, pero sobrevivieron después muchas de las rebeldías expresadas en Mayo del 68, las propuestas de nuevos comportamientos, el final de los resortes de control tradicionales.

Los acontecimientos parisinos se dejaron sentir en otras convulsiones. En Italia la radicalización tuvo lugar sobre todo en el ‘otoño caliente’ de 1969, gestándose un movimiento más duradero que buscaba alianzas entre estudiantes y obreros. En Alemania la rebelión se agudizó por el atentado a un líder estudiantil, incluyó ocupaciones universitarias, expresiones antioccidentales o la propuesta de comunas estudiantiles. En ambos países esta efervescencia propició la aparición de grupos terroristas anticapitalistas: las Brigadas Rojas y la Baader-Meinhof, ‘Fracción del Ejército Rojo’.

La revolución del 68 tuvo su vertiente más sangrienta en México. La movilización de estudiantes fue brutalmente reprimida por el Ejército y grupos paramilitares, en la matanza de Tlatelolco, 2 de octubre, cuyo número de víctimas se desconoce, quizás varios cientos. El Gobierno echó tierra sobre lo sucedido en vísperas de los Juegos Olímpicos de México, que se inauguraban el 12 de octubre.

Uno de los iconos de aquellas Olimpiadas fue el saludo puño en alto de dos atletas norteamericanos, símbolo del ‘black power’. En abril había sido asesinado Martin Luther King, el líder de la lucha por los derechos civiles, que se mantuvo. En 1968 estalló la protesta contra la guerra del Vietnam. Su principal escenario en la Universidad de Berkeley, que fue ocupada.

En la Europa del Este hubo también agitaciones. Su principal representación fue la Primavera de Praga, el intento de democratizar el régimen comunista en Checoslovaquia. El ‘socialismo de rostro humano’ incluía libertad de expresión, derecho a la huelga, participación en la gestión económica y la posibilidad de elecciones democráticas. Moscú decidió la invasión militar. Podría incluirse entre las agitaciones de ese año la revolución cultural que Mao impulsaba en China. O los movimientos contraculturales, que enarbolaban grupos de jóvenes y contestaban a la sociedad de consumo, con formulaciones antiautoritarias, nuevas expresiones musicales o propuestas de vida alternativas. Entre las novedades rupturistas de 1968 se cuenta la Teología de la Liberación, cuyo principal arranque fue la Conferencia de Medellín de ese año.

En el País Vasco en 1968 comenzó el periodo terrorista, que hizo estragos y cuyas secuelas no hemos superado todavía.

La emergencia de ETA formó parte de aquel ambiente internacional. El principal punto en común de aquellos movimientos fue el protagonismo de la generación posterior a la Segunda Guerra Mundial, que cuestionó el anquilosamiento social gestado en la posguerra y que, en el caso vasco, buscó otra respuesta a la dictadura franquista. Influyó también la fascinación por las guerrillas tercermundistas, unos años después de la revolución cubana y coincidiendo con movimientos anticoloniales.

Los contextos históricos enmarcan, pero no explican –mucho menos justifican– la decisión de practicar el terror, que fue fruto de opciones concretas, no la expresión de una coyuntura. Sorprende la facilidad con que sus impulsores asumieron una retórica militarista. Y que sus entornos políticos no le opusieran tajantes consideraciones éticas, como si lo dieran por bueno.

El contraste: el Mayo francés del 68 idealizó la revolución, pero no desarrolló una apología de la violencia ni los disturbios tuvieron consecuencias mortales.

El País Vasco quedó lastrado para medio siglo (o más) porque hubo quienes decidieron asesinar para liberar (¡!) a los vascos. Contribuyó al desastre ético la parsimonia social con que se asistió al rosario de crímenes que siguió.