ABC-IGNACIO CAMACHO

No está claro que al cabo del tiempo la sociedad abierta haya aprendido la necesidad de defenderse de sus enemigos

Ala hora de conmemorar la octogésima efeméride de la Segunda Gran Guerra es imprescindible recordar que hace una semana se cumplió el mismo aniversario del acuerdo con que Alemania y la Unión Soviética se repartieron el Este de Europa mediante una ignominiosa cláusula secreta. A los ocho días de la firma, las dos tiranías invadieron Polonia por la derecha y la izquierda, compitiendo en barbarie durante la eliminación física de la resistencia. Los partidos comunistas, incluido el español –en el exilio tras la reciente derrota en la contienda civil–, aplaudieron sin remilgo alguno el pacto de la vergüenza, cesaron sus críticas al fascismo y hasta se negaron a combatir contra Hitler en la campaña francesa. La URSS estuvo negando los protocolos secretos durante décadas; sólo en 1989, ya caído el muro de Berlín, la apertura de Gorbachov aceptó y condenó su existencia. La evocación en un día como hoy del comienzo de la tragedia no quedará completa sin la memoria de aquella alianza siniestra.

Todavía, al cabo de ochenta años, el comunismo se beneficia de una cierta benevolencia crítica en el imaginario de una opinión pública que sin embargo –y por fortuna– acepta la monstruosidad del nazismo como epítome del mal contemporáneo. Incluso tras el final de la Guerra Fría, la evidencia del horror soviético ha sido despachada como un asunto secundario por una cierta izquierda occidental que continúa dominada por el prejuicio antiamericano. Mientras el epíteto «nazi» se utiliza en el lenguaje común como sinónimo generalizado, a menudo banal, de cualquier rasgo autoritario, el de «estalinista» es un término técnico circunscrito a un momento histórico determinado. En términos de pedagogía política, la victoria de las democracias liberales ha quedado de algún modo incompleta en el asimétrico reparto de las responsabilidades que desencadenaron la mayor hecatombe del mundo civilizado.

Más clara parecía la lección del fracaso de la teoría del apaciguamiento, de la debilidad biempensante que creyó poder frenar el espíritu agresivo de Hitler a base de simple optimismo. Pero tampoco está claro que al cabo del tiempo la sociedad abierta haya aprendido la necesidad de defenderse de sus enemigos. La Europa del 38 y el 39 cometió el error de pretender cambiar paz por justicia, como si se tratase de conceptos distintos, y ese dilema estéril todavía anda presente en muchos de sus actuales desafíos. La UE, la mejor idea común de la segunda mitad del último siglo, languidece por falta de cohesión y de confianza en sus propios principios, y ni siquiera el paradigma churchilliano, tan aplaudido, se sostiene hoy en esa Gran Bretaña sumida en el insolidario delirio populista del aislacionismo. Seamos sinceros con nosotros mismos: a cualquier político que prometiera sangre, sudor y lágrimas, o simplemente pidiese sacrificios, lo tiraríamos directamente al río.