Ponencia Sociedad El Sitio.

Bilbao, octubre 2018

No tenía ninguna razón el Príncipe de Salina, protagonista de “El Gato Pardo”, cuando sentenciaba, ante los riesgos que podía suponer para su situación privilegiada el liberalismo, con esa rotundidad que otorgaba su jerarquía (y la sensacional interpretación de Burt Lancaster en la película), que había que cambiar todo para que nada cambiase. La cínica frase, que encajaba con el cúmulo de contradicciones que tuvo que arrostrar el liberalismo, resulta absolutamente falsa, pues el liberalismo es una continuada especulación sobre sus propias contradicicciones. Las cosas cambiaron, y tanto que a lo que hubo antes no hubo modo de llamarlo más que Antiguo Régimen, lo viejo, lo que hubo. Cambió la consideración del ser humano, la visión del mundo y del futuro, de tal manera que de producirse alguna revolución posterior a la liberal no sería más que, como se atribuye a Marx, prolongación de aquella.

Otra cuestión es que determinados estamentos en riesgo a desaparecer fueran capaces de sobrevivir de manera privilegiada (se trataba de la revolución liberal, no la que propusiera Gramsci). Algunos cada vez más privilegiadamente según el liberalismo perdía su impulso revolucionario, como fue la nobleza, en su conversión en grandes fortunas burguesas[1], o la Iglesia, instrumento de dominación de la versión moderada liberal que fue la triunfante. Las cosas cambiaron sustancialmente, otra cuestión es que sus beneficios accedieran por igual a toda la ciudadanía.

En el caso vasco los terratenientes y jauntxos del pasado supieron aprovechar el paso de régimen de forma excepcionalmente adecuada a sus intereses, aunque la élite dominante se ampliara, pues el incremento de la riqueza lo favoreció: finalizaron el siglo mejor que como lo iniciaron. Junto a la pérdida de impulso liberal, se produce una revisión ideológica del liberalismo, que no tuvo en España como en Francia el proceso revitalizador y de cohesión nacional de la III República, que va a perjudicar el futuro político de forma determinante haciendo difícil en el futuro las fórmulas democráticas.

Que el liberalismo sigue ejerciendo un motivo de reflexión, y produciendo cierta melancolía, es una realidad. Recientemente un artículo de Ruíz Soroa (El País, 4,9,18) echaba de menos “Los liberales que Faltan”, donde denunciaba la necesidad de su cultura política consistente en la limitación en las formas y en los fines que en teoría el liberalismo propuso. Propuesta teórica no asumida en la práctica en estos pagos exaltados, donde espadones y monjas con llagas, mientras el populacho le daba por la tea en el convento, lo deformaron -o conformaron-, y las fuerzas de izquierdas, progresistas, republicanos y emergentes socialistas, descubrieran que la única manera de acceder al poder era mediante la violencia. Porque como advierte Ruíz Soroa[2] lo nuestro fue una “revolución de nación”, la sustitución en 1812 de un monarca por otro sujeto, “fue una revolución que se hizo en nombre de un curioso mix de historicismo, de ideas de la escolástica española y otras de Rousseau, pero con una ausencia llamativa de cualquier valoración positiva del individualismo liberal…”- aunque pudiera ser discutible-. Félix Ovejero (también en El País, “La Izquierda Sentimental”, 29, 8, 18) hablaba del perverso romanticismo actual que enajena a las izquierdas y que fue uno de los factores más perniciosos, precisamente, en mi humilde opinión, para el liberalismo español.

Sea lo que fuere, sí que nos falta pasado, pasado de la época liberal, el teórico, aquello que  deja huella en los pueblos, como lo que Burke[3] dejó dicho y hecho para la posterioridad británica: “El Parlamento no es un congreso de embajadores que defienden intereses distantes y hostiles, intereses que cada uno de sus miembros debe sostener como agente y abogado, contra otros agentes y abogados, sino una asamblea deliberante de una nación, con un interés, el de la totalidad, donde deben guiar no los intereses o perjuicios  locales, sino el bien general que resulta de la razón general del todo”. Nos falta ese pasado republicano liberal que nos de facilidades en el presente y en el futuro.

Este, desafortunadamente, es un país sin letra en el himno. Que mientras los aficionados al futbol en aquella aciaga noche de atentados yihadistas en París salen entonando la Marsellesa, himno republicano-liberal, nosotros estaríamos en ese preciso momento echando al de al lado la culpa, como ocurrió ante los atentados del 11 M, en vez de convertir el sacrificio de unos ciudadanos en un hito de unión patriótica. Seguimos sin letra en el himno, con viaje a la plurinacionalidad, es decir, a la nada (y la nada en política es el caos), al incremento de puestos de confianza en todas las esferas políticas, y unas estructuras en los partidos que recuerda la feudal, en una especie de retorno político al Antiguo Régimen.

En el caso de la materialización del liberalismo en España no ha dejado de existir una cierta crítica, y polémica, sobre los límites de éste. Esta es apuntada por Vicens Vives, y de una manera decidida por Antoni Jutglar, bajo un punto de vista idealista sobre el desarrollo del proceso histórico y cierta comprensión sobre los errores, y limitaciones, también, manifestadas por el progresismo y sus sucesores, es decir, la izquierda. Sobre ello, a manera de tanteo, entraremos.  Partidismo cainita, dictaduras e ignorancias ha enterrado nuestro pasado liberal, que no fue mucho, pero sí determinante, hasta tal punto de poder manifestar que fue una etapa que condiciona nuestro presente, y no por azar hoy se le trae de nuevo.

Empecemos:

 

Antecedentes y obstáculos

El liberalismo surge detrás del movimiento ilustrado. De la necesidad de reformas que sus promotores, miembros de los estamentos privilegiados y de una clase burguesa emergente, consideran necesarias ante un mundo colapsado y generador de calamidades enormes, hambrunas y guerras, desde el convencimiento de que soluciones racionales y sensibilidad republicana pueden mejora grandemente las condiciones de vida. El liberalismo surge como fruto de la ilustración, en una exaltación del individuo libre y de la racionalidad, el ejercicio de las ciencias, y la admiración por el republicanismo ejercido ya por el parlamentarismo británico. Pero una exaltación del individuo libre, que por serlo, debía, contradictoriamente, que poner límite a sus excesos y pasiones -los contrapoderes de Montesquieu, por ejemplo-, y liberarse del miedo que históricamente había generado el poder o los frecuentes enfrentamientos civiles.

Es cierto que siempre serán enunciadas las reformas con moderación, de tal manera que lo que hiciera estallar la chispa revolucionaria en París fue más las reticencias del absolutismo, sus dudas y posterior rechazo de las reformas, y la desesperación en el pueblo por la hambruna padecida, que los anhelos de unos personajes que se encontraron con la revolución, de la que el protagonista esencial, según Michelet, fue el pueblo de Francia. Los liberales franceses se encontraron hasta con la soberanía nacional. Formulada por Sieyés, y defendida por Mirabeau, cuando Luis XVI abandona la Asamblea de Versalles, manifestando tan serias frases, que luego muchos años después inspiraron (y le salió bordado el discurso porque se lo había leído) a  Pi y Margall ante el Congreso cuando Amadeo I dimitió: la soberanía estaba allí, en el Congreso, les decía a unos diputados ciertamente deprimidos, aunque el rey se marchara.

El Cádiz constitucional en 1812 fue el inicio de la larga marcha liberal española, y quizás por su aislamiento de la España patriótica alzada contra la imposición liberal de José I le permitió con gran espontaneidad formular una constitución avanzada y modélica en sus planteamientos que no dejo de ser el acicate y puerto de las necesarias reformas que la nación exigía. Su carácter de avanzada, pues fue la constitución del progresismo durante todo el siglo, no se vio limitada por el temor a la deriva revolucionaria que los viejos estamentos privilegiados -y que llegó a histeria antijacobina en la Inglaterra liberal- esgrimieron en todo el proceso. Pero no cabe duda que el temor al protagonismo del pueblo influyó en el comportamiento de determinados líderes políticos[4]. Al lema liberal de Libertad, Igualdad y Propiedad se unió muy pronto el de Seguridad.

La forma que finalmente irá adoptando el liberalismo español es en gran manera resultado de los condicionamientos y obstáculos que tuvo que solventar. Un inconveniente al que tuviera que enfrentarse es el que las ideas de éste procedían del ocupante francés, al que muchos liberales en los momentos iniciales de la ocupación ofrecieron su apoyo, y otros lo mantuvieron hasta el exilio, lo que no dejó de ser aprovechado por el amplio sector absolutista que vio en la restauración de Fernando VII la oportunidad de reaccionar, bien mediante el Manifiesto de los Persas, o en la servil reverencia que el enviado de la Junta de Regencia, el general Elio -más tarde insurgente con las tropas carlistas de las Vascongadas- mostrara al recién llegado y deseado monarca que no dudó de restaurar el absolutismo. Rotunda y decidida vuelta atrás a la que no osó en Francia el “Desiré”, el restaurado Luis XVIII, que acepto una monarquía de cosoberanía compartida[5].

La resistencia popular al francés en un inusitado movimiento de guerrillas por toda la geografía hispánica influyó en todo el siglo XIX. Esta acción del pueblo, donde gente baja, sacerdotes sin vocación, y contrabandistas reconvertidos, llegaban al generalato, otorgó al campesino español, no a las élites ciudadanas, un halo de nobleza y de osadía que alteró la vida política de todo el siglo. Este hecho no ha dejado de ser visto como un inconveniente, el liberalismo necesitaba de la tranquilidad burguesa y aquí se tiraba al monte cualquiera. José Varela Ortega[6] describe la opinión que de esta excesiva presencia popular en el devenir político tenía Cánovas del Castillo o el mismo Azaña. Para el primero, “…los gérmenes de descomposición que… mantienen más o menos agudamente enferma a la nación española tiene por verdadero origen las circunstancias y el modo como se llevó a cabo aquella revolución patriótica”. Y para Azaña la guerra contra los franceses “magnificó a la gente baja”. Lo que llevó, descrito también por Varela, que todos los autores románticos extranjeros encontraran en el hombre de campo español el auténtico héroe, hábil militar, espontáneo político de sabiduría ancestral. De esta manera “Carmen” fue la ópera por excelencia romántica, y Gautier acabó por sentenciar que “una constitución en España es como una pellada de cal en un edificio de mármol”. Y que el romanticismo, impulsor de tradicionalismo en España y no tanto del nacionalismo, empezara a pesar como una losa en el devenir ideológico español.

A pesar del rechazo del rey a la Constitución, el pronunciamiento de Riego volvió a imponer el liberalismo[7], aunque fuera por sólo tres años. Volvieron los liberales patriotas exiliados y afrancesados, se empezó a poner en marcha las reformas anunciadas en Cádiz, pero el obstáculo -otro- de la dispersión del país, las difíciles comunicaciones, lo retrasaron. El laberinto de administraciones locales era difícil de salvar. Las reformas económicas propuestas en las Cortes de Cádiz o en el trienio liberal tardaron mucho tiempo en verse aplicadas. Vicens Vives[8] expresa que hasta 1834 los gremios barceloneses no dejaron de funcionar. Finalmente, los Cien Mil Hijos de San Luis y los voluntarios realistas -con Novia Salcedo, Padre del Señorío de Vizcaya nada menos, al frente- echaron abajo el régimen de libertades que abrió una década conocida como ominosa. Sin embargo, aunque perseguido, encerrado en círculos conspirativos o en el exilio, el liberalismo se mantenía como un movimiento unido y con impulso en su discurso y en su limitada práctica.

Es especialmente en esta década ominiosa de servil apoyo de las provincias vascongadas a la Corona absolutista, como aprecia Fernando Martínez Rueda[9], donde se inicia el fenómeno político del foralismo junto a unas diputaciones poderosas que empiezan a monopolizar el poder en las provincias vascas. Estas se convierten rápidamente en instrumentos de control de las oligarquías provinciales y de la misma Corona, destruyendo un régimen anterior sostenido sobre los ayuntamientos, instituciones donde había recaído históricamente la foralidad. Diputaciones realistas que actuarán a la llegada de Los Cien Mil Hijos de San Luis y serán el germen de la insurrección carlista en 1833. El papel central de las diputaciones vascas se erige en su origen, pues, en la defensa del absolutismo, constituyendo a su sombra una élite social muy conservadora, que hará, posteriormente, en el devenir liberal, bandera de sus intereses la autonomía foral, formando parte del liberalismo más moderado o pasándose al carlismo si la situación daba visos de victoria al Pretendiente, o en un espacio intermedio, centralidad política se diría hoy, para sacar beneficio del enfrentamiento entre el polo liberal y absolutista.

El nuevo régimen que se abría paso en España era especialmente vulnerable, y por ello muy moldeable, debido a sus propias contradicciones. Un discurso filosófico como el liberal defensor de la libertad individual y contrario a las injerencias externas tuvo que hacer frente, por procedimientos violentos inclusive, a la creación de un estado más potente y con mayor capacidad de control de la ciudadanía, el desarrollo de un ordenamiento legal nuevo y más completo, que el anterior régimen. Teniendo en cuenta la apreciación de Ovejero[10] por la que “el liberalismo, comprometido con el principio de la libertad negativa, tiene una difícil relación con la ley y, en general, con la idea misma de Estado: la ley y Estado son, esencialmente, fuentes de intromisión…”, su tarea fue una gesta en gran medida contra sus propios principios. Pero no fue este problema su origen desvitalizador, sino los enfrentamientos políticos internos y las formas del ejercicio de poder que sus diferentes facciones adoptaron. Ni siquiera la importancia militar de su adversario frontal, el absolutismo, fue su principal obstáculo, más bien constituyó un acicate de unidad. Fueron sus contradicciones partidistas internas y la difícil respuesta que el liberalismo dominante diera al progresismo y a la democracia.

Para colmo de inconvenientes el proceso liberal, unido al nacional, se abre camino justo cuando el imperio colonial se derrumba, frente a la dinámica del resto de las potencias europeas que incrementan sus colonias. Sus efectos fueron “pavorosos” y supuso el empobrecimiento de numerosas ciudades, especialmente en Andalucía, retrasando el esfuerzo de adecuación a las nuevas ideas. A todo ello hay que unir el papel de país supeditado a las potencias presentes en el Congreso de Viena, pues el reino de España estaba ausente al haber acordado la paz Fernando VII de forma unilateral con Napoleón. Sólo a la muerte de éste, la Cuádruple Alianza de naturaleza liberal, le permitió al bando isabelino una presencia internacional y la ayuda militar de Francia, Reino Unido y Portugal.

Tanto el temor a la revolución popular, como a la visión del liberalismo como ideología extranjera, como la tarea fundacional del nuevo sistema político con serias contradicciones con el ideario liberal, no fueron obstáculos importante. Lo fueron más la dispersión y aislamiento territorial -que el absolutismo borbónico no había sabido superar, como en el caso francés-, la falta de comunicaciones, el peso de la tradición que se perdía en una concepción religiosa de tiempo de los Austrias, y sobre todo, una burguesía débil apenas afincada en una pocas ciudades, cuya descripción nos ha ofrecido Vicens Vives, con muy limitado discurso político propio, y por ello con gran dificultad para erigirse en burguesía nacional. Para Vicens Vives “la burguesía española no tuvo ni bastante densidad numérica, ni bastante riqueza, ni tampoco ideología firme y clara para triunfar”, lo cual no es del todo preciso, puesto que triunfaron salvo que exista un fin ideal al que tuvieran que acceder, otra cuestión es que sus limitaciones afectasen el futuro democrático.

Para Marx, que gustaba de analizar las circunstancias revolucionarias de diferentes países, en sus numerosos artículos sobre España en las dos épocas de la Gaceta Renana, advierte al lector que España debía ser observada, por su retraso y dispersión territorial y política, más como el viejo Imperio Otomano que como un país europeo, y que la debilidad de una clase revolucionaria como la burguesía era suplida por la institución existente en todo el territorio como lo era el Ejército Nacional, como gustaba llamarlo Espartero. De ahí se deduce inmediatamente el protagonismo político que tal institución iba a tener a lo largo de más de un siglo, y que no hubiera cambio o gobierno que no estuviera sustentado en la presencia de algún “espadón”. En este sentido la dinámica violenta de los “arreglos” internos en el liberalismo no deja de ser en su forma prolongación de la revolución patriótica contra el francés que Cánovas lamentaba.

Y si una institución nacional del nuevo régimen era el Ejército, es evidente que el Abrazo de Vergara que pusiera fin a la I Guerra Carlista, después de casi siete años de combates, en su condición de dar entrada en el mismo a la oficialidad del Pretendiente, no dejó de influir en la naturaleza liberal e incluso progresista de ese ejército y lastrar profundamente todo el sistema. Solución política a la guerra que no sólo moderó al ejército, sino que facilitó el acceso del sector moderado del liberalismo, reforzó el apoyo personal a la Corona, permitió la adhesión de las provincias vascas y Navarra a la misma, constituyó un poder de notables muy moderados en dichos territorios, abriendo el amplio espacio a la reacción conservadora en una situación que Pi y Margall denominó “el carlismo sin don Carlos” y el profesor Artola califica de absolutismo encubierto.

Así numerosos generales carlistas formaron parte del Ejército durante el largo gobierno moderado bajo la mano férrea del General Narváez, del 42 al 68, menos un bienio progresista. Así el general Zaratiegui, mano derecha de Zumalacárregui, fue el segundo director jefe de la recién constituida Guardia Civil, y que la segunda insurrección carlista que tuviera cierto éxito en Levante bajo la jefatura de Cabrera se viera abortada en el País Vasco y Navarra porque la oficialidad del ejército estaba en gran medida constituida por los que fueran mandos del ejército carlista en la guerra anterior. Oficialidad que mantenía una relación de fidelidad con Isabel II idéntica a la que mantuvo con el Pretendiente.

La presencia de los liberales progresistas se iba haciendo cada vez más difícil en el seno del juego político. Durante la guerra carlista el Estatuto Real había sido un fraude constitucional -una carta otorgada por la Corona- aplicado con mano de hierro por el general Narváez. Pero la misma guerra con el carlismo no sólo exigía la presencia de los progresistas con sus instituciones, como la Milicia Nacional, sino también las iniciativas recaudadoras y revolucionarias de la desamortización de Mendizábal que en gran manera sirvió para equipar al ejército liberal y vencer al carlismo. Victoria sobre la que se erigió el líder del progresismo general Espartero que accedió, ante las conspiraciones autoritarias de la reina regente a la regencia y a la presidencia del Gobierno.

La regente Maria Cristina, que supo perfectamente de las adhesiones recibidas tras el Abrazo de Vergara, inició una ofensiva contra los progresistas. El generalato no la respaldó en su intento y se exilió a Francia con el fin de dirigir la conspiración contra el Gobierno. Finalmente logró que cuajara un alzamiento reaccionario precisamente en las provincias vascongadas, el de Montes de Oca, que acabó en fracaso.

Las condiciones políticas para el afianzamiento del progresismo eran evidentes, pero los excesos autoritarios y clientelares del regente, el rumor del apoyo comercial al Reino Unido (una pintada en la fachada de la casa de Espartero lo decía todo: “Aquí vive el Regente, el que manda vive enfrente”. El de enfrente era el embajador británico”) provocó el alzamiento de Barcelona. Reprimido cruelmente, activó el distanciamiento de los lideres del progresismo, especialmente de los llamados “puros”, que no dudaron en pactar con los moderados, incluido el general Narváez. El regente se exilió, lo moderados volvieron al poder de una forma estable, y los progresistas mostraron con su quehacer e intrigas internas su inmadurez política e incapacidad para ofrecer estabilidad al sistema.

 En este momento se encarna la pérdida de impulso del liberalismo español, los moderados pudieron gobernar tranquilamente a la espera que los progresistas, fracasados sus alzamientos vinieran de nuevo a negociar con ellos. Sánchez Montero nos ofrece un testimonio de la soledad del regente[11]: “Valera afirma que el levantamiento contra Espartero fue uno de los más populares y unánimes que se dieron en España”. Y el liberalismo se fue adaptando a la fórmula moderada, la libertad asumida fue “la libertad bien entendida”, y prohombres del progresismo acaban en las filas de los moderados.

La pérdida de impulso.

El progresismo español no necesitó de enemigos externos, se bastó a sí mismo para desmovilizarse ofreciendo una imagen casi profética de lo que iba ser el futuro de las iniciativas de izquierdas en este país. Las izquierdas empezaron muy pronto a expresar su inmadurez política. A la vez se inicia un proceso de reacción dentro del liberalismo respecto a lo que había sido el liberalismo enunciado en Cádiz.

La época moderada que retorna, especialmente bajo la autoridad de Narváez de nuevo, supuso un retroceso democrático profundo, cosoberanía real con las Cortes, Senado de designación real, ley electoral censitaria muy limitada (la más limitada en las provincias vascas), control de los ayuntamientos, abolición de la milicia nacional, centralismo político, ley de imprenta muy restrictiva, concordato con la Iglesia a la que se otorgaba una función educativa fundamental, autonomía foral para las provincias vasca sin aplicación de la ley  de octubre del 39, salvo en lo que se refiere al paso de las aduanas al mar y la extensión del sistema judicial común. Pero las diputaciones en el papel de controladores políticos en alianza con los moderados y especialmente con Palacio, llevando a cabo el control de la fiscalidad, el mantenimiento del clero, el desarrollo de la beneficencia, lograron engrandecer el mito de las felices provincias del Norte, consiguiendo una gran adhesión popular. En esta situación el progresismo liberal vasco se desvanece hacia un modelo moderado y a su vez foralista. Casos llamativos es el de Gaminde o el hijo del duque de Mandas, testimonio de la desbandada progresista hacia el moderantismo foral tras la enorme decepción producida tras el fracaso de la regencia de Espartero.

“Es verdad que esta particular manera de insertarse las provincias Vascongadas en la Monarquía isabelina -plantea Javier Pérez Núñez[12]– siguió estando vinculada a la tradición histórica contractualista preliberal”. Y comentando el nuevo orden social oligárquico establecido añade: “Esta oligarquización en nada se distancia de la existente en el resto del Estado bajo el régimen común  instituido por los moderados: lo que la aleja es la mayor solidez del bloque dirigente y, sobre todo, la amplia aceptación social, […] a ello contribuyó sobremanera, de otra parte, la acción social y ideologizadora ejercida por las autoridades forales para neutralizar la nueva sociedad individualista e impedir que superara la frontera de las ciudades, afirmando para ello la vieja comunidad tradicional”.

El progresismo se desmoviliza en sus enfrentamientos internos y el liberalismo en general procede a un movimiento de sentido conservador. No es que el fenómeno de marcha atrás fuera exclusivo del liberalismo español una vez que este crea estar asentado en su fórmula moderada, hasta en momentos de mayor apasionamiento político esta marcha atrás es visible en Europa. Hobsbawm[13] nos traslada el proceso de reacción conservadora que padece toda Europa a partir de 1830, bien en el Reino Unido o Francia donde se reprime a los movimientos republicanos y obreristas. Valga el testimonio que aporta: “Ya no hay causa legítima – decía Guizot, liberal de la oposición durante la Restauración y primer ministro en la monarquía de julio- ni pretexto espinoso para las máximas y las pasiones tanto tiempo colocadas bajo la bandera de la democracia. Lo que antes era democracia ahora sería anarquía; el espíritu democrático es ahora, y será en adelante, nada más que el espíritu revolucionario”.

Sánchez Prieto aprecia que “desde los tiempos de la Restauración posnapoleónica […] el liberalismo europeo había iniciado un giro hacia posiciones mucho más respetuosas con las viejas instituciones y tradiciones históricas”[14], y prosigue: ”El propio concepto de nación se había modificado sustancialmente desde comienzos del siglo: de ser considerado… como sujeto (soberano) de poder constituyente, la nación pasa a ser percibida preferentemente como el fruto de una larga y compleja gestación histórica, en cuya delicada “naturaleza transgeneracional” no conviene introducir grandes discontinuidades ni innovaciones. En ese nuevo contexto intelectual español y europeo, el modo pactado en que finalizó la guerra carlista y las interminables negociaciones que siguieron a la ley de 25-X-1839, produjeron las condiciones jurídicas y políticas para que pudieran defenderse con plena legitimidad un discurso tendente a integrar la foralidad en el nuevo marco institucional”. Algunos grupos mal organizados intentaron golpes violentos que fracasaron, pero la “mayoría progresista aceptó la lucha política de acuerdo con la formulación que el régimen estableció”.[15]

Aquí se inicia del desmoronamiento del impulso liberal tras la Regencia de Espartero del 41 al 45. Las deserciones del progresismo hacia el bando moderado desarticulan el partido. Según Artola la decepción campa en el bando progresista ante el giro conservador que acabarán ejerciendo los moderados, que constituía “el reverso de las aspiraciones iniciales”.

Romanticismo, nacionalismo, pero sobre todo regionalismo.

Si la ideología liberal rechazaba la intromisión del Estado en la libertad individual –“mientras menos estado mejor”-, lo cierto es que no se rechazó de la misma manera por parte de intelectuales y líderes políticos la capacidad orgánica de los viejos núcleos tradicionales, donde creían encontrar esencias de auténtica sociedad frente a ese Estado cada vez más poderoso e intruso. Lo que esos personajes no acertaban a entender es que esa pervivencia orgánica de la sociedad era producto de una asunción romántica de los rescoldos sociales de la retrasada España tradicional. Así, republicanos y krausistas no dejarán de asumir diferentes núcleos sociales como parte básica del pacto con el Estado, junto a un historicismo esencialista, y un cierto anarquismo político que luego tendría su trascendencia en la I República, y posteriormente en el socialismo español a través de La Institución Libre de Enseñanza[16], amén de un obrerismo principalmente influido por los postulados de la I Internacional.

Las futuras fórmulas ideológicas del progresismo español, Orense, Pi y Margall, Sanz del Rio, Giner de los Rios, Gumersindo Azcárate (posteriormente Besteiro), tuvieron una visión moral y ética de la política, doctrinaria en muchos casos, abandonando los principios políticos del liberalismo, la necesidad, aunque limitada y controlada, de Estado, el poder y sus contrapoderes, el gobierno de las leyes y no el de los hombres, en contradicción con la ortodoxia republicana y liberal, y concibieron un sistema político desde el pueblo hacia arriba, pactista, de difícil materialización institucional y proclive al fracaso político. No es de extrañar el descubrimiento de lo localmente popular y auténtico cuando fue el ministro moderado de Isabel II, durante largo tiempo, Egaña el que calificó a las provincias vascongadas de nacionalidad.

Ante este populismo de la intelectualidad progresista no dejó de ser ajeno ni el ortodoxo Marx (“Nueva Gaceta Renana”, 1849), pues llevado de esta corriente de atracción hacia el pueblo frente a las élites dirigentes, acabaría escribiendo alguna nota sobre la naturaleza popular del carlismo frente a “los papanatas que copiaban de la revolución francesa, que en la mayoría de los casos pensaban con cabeza francesa o traducían -embrollando- de Alemania”. No es extrañar que el inicial republicanismo español se encontrara compartiendo monte con otras partidas carlistas, y que el republicanismo federal de Pi y Margall, o el krausismo español, considerasen la base de sus sistemas políticos el pacto entre las diferentes partes sociales y territoriales y el Estado. A la hora de la verdad, bajo su presidencia en la I República, el cantonalismo acabaría llevándolo hasta sus últimas y caóticas consecuencias.

Así como el romanticismo del XIX hizo surgir los nacionalismos que desterró el racionalismo del siglo XVIII, como nos indica Hobsbawm -siendo Mancini y los carbonarios auténticos apóstoles de los movimientos nacionalistas- en España el fenómeno no fue llamativo. Los movimientos de Joven Italia, Joven Alemania, Joven Polonia, etc., que se extendieron a todas las nacionalidades tuvo una corta versión bajo González Bravo, hasta el momento que lo nombraran primer ministro. El radicalismo liberal europeo se entregó al nacionalismo, pero en España fracasó junto a una serie aventuras militares en el exterior, modestas iniciativas de exaltación nacionalista en Perú, México o Conchinchina -y la dureza de la guerra de África-, a imitación de las de otros países europeos, bajo el mandato de O’Donnell, que acabaron en el ridículo y que no supieron elevar el patriotismo de las masas españolas. Por otro lado, la escuela pública, instrumento en Francia para la formación republicana y nacional, en España estaba en sus albores, o en manos de un clero en su mayoría antiliberal.

El nacionalismo español fue muy débil. En ello se basa la profesora Koro Rubio para encontrar razón a la supervivencia de la autonomía foral: “La debilidad del nacionalismo español como fuerza de cohesión social del territorio estatal también contribuyó a esto[la autonomía foral], pues a diferencia de otros países la construcción de un Estado moderno y centralizado fue menos resultado del nacionalismo político que consecuencia de un largo proceso de adaptación de la maquinaria del Estado a los diferentes problemas de la sociedad española”.

El nacionalismo español fue débil pues la izquierda no lo asumió, el republicanismo se sintió ajeno a él, cediéndolo a los sectores conservadores que, a su vez, lo concibieron exclusivamente como una emanación histórica ajena al presente liberal. Y cuando el progresismo o el republicanismo se acercaba a él lo hacía bajo el cauce ya marcado historicista, con referencias visigóticas, o a los comuneros. Por el contrario, el regionalismo, el foralismo en el caso vasco, o la Renaixença en Cataluña, que alentados por un romanticismo local acabaron en nacionalismos, sí que fue fuente de reivindicación e inspiración para la izquierda, obviando absolutamente su naturaleza conservadora y tradicional. En mi modesta opinión, la fuerte tendencia centrífuga de la que hicieran gala los republicanos, el cantonalismo, muestra a las claras el fracaso del nacionalismo español.

El profesor Ortiz Orruño[17] destaca la adhesión a la causa foral vasca del progresismo encarnado muy pronto por el demócrata José María Orense, influyente ideólogo en este partido y en el republicanismo en general, que creía encontrar en el régimen foral todas las virtudes democráticas y republicanas: “Contra las ensoñaciones de Orense -escribe Orruño-, el régimen foral no era democrático (ni pretendía serlo). El gobierno provincial estaba en manos de un reducido grupo de familias terratenientes, socialmente muy conservadoras y políticamente conectadas con palacio y el partido moderado”, Y sin embargo, siguiendo a este autor, la revolución del sesenta y ocho  alumbró a muchos políticos e intelectuales vascos, Becerro de Bengoa, Echevarrieta, Arrese, que sostuvieron con “entusiasmo digno de mejor causa que la ancestral “constitución vascongada” se había anticipado a las reivindicaciones de la democracia…[por lo que] propusieron que el futuro Estado democrático y federal se organizase extendiendo el modelo vasco a todas las provincias españolas”. A ello añade este autor que “el mito de la Vasconia como tierra de libertad fue compartido también por Pi i Margall (“Las Nacionalidades”, 1877, capítulo X y XI) …y por Emilio Castelar”, Parece ser que de esta epidemia foralista sólo se libra entre los republicanos vascos Joaquín Jamar, en un diagnóstico negativo del foralismo más acertado que el de la gran mayoría de sus apasionados compañeros de militancia revolucionaria.

Esta ausencia de discurso patriótico desde la izquierda, no ya nacionalista, es de unas consecuencias políticas graves en el futuro. La acrítica asunción por parte de ésta de todas las leyendas negras, y su incapacidad de construir un discurso republicano, no permite crear un marco ideológico suficiente para la convivencia política. Parecía que estas carencias se habían superado con la exaltación del encuentro que supuso la Transición democrática, pero hoy en día ni siquiera ella queda en pie. La izquierda vuelve por los derroteros de que la guerra del treinta y seis no se debió perder, que todavía está por ganarse, de ahí las comisiones de la memoria histórica. Su historia.

La discutible hipótesis sobre la incompleta revolución liberal española.

En lo que posiblemente tuviera razón Marx es en considerar erróneo extrapolar la experiencia francesa o alemana a España. Es evidente una actitud idealista cuando se intenta proponer un modelo de cómo tendría que haber sido la revolución en España. En España la revolución fue como fue, salvando los inconvenientes y obstáculos diferentes a los que se dieron en esos dos países europeos, resultando poco académico considerar que dicha revolución en el caso español -como plantea mi admirado Antoni Jutglar, siguiendo la estela discursiva de Vicens Vives- resultara incompleta.

Es cierto que en gran medida la etapa final del liberalismo español con la Restauración Canovista tuviera mucho de fraude, y que su colofón final, la II República, acabara en tragedia. Pero las cosas cambiaron, y siguieron cambiando a pesar de iniciativas políticas e incluso revolucionarias que acabaron en desastres. La negación de cambio hoy incluye, en el colmo de la negación de la realidad, el profundo que supuso la Transición española. Es cierto que el liberalismo español perdió su impulso, y que políticamente pueda incluso achacársele fracaso, pero otras realidades sociales, muchas veces por condiciones exteriores (la presencia política y económica extranjera, Europa se iba configurando a pesar de sus enfrentamientos) promovieron los cambios necesarios. Precisamente cuando éstos se hicieron sin declaraciones de ruptura y enfrentamiento es cuando tuvieron más éxito, cosa que el carpetovetónico guerrillero hispánico (o vasco, o vasca, o catalán o catalana, o vallecano, o vallecana, o galapaguense), pletórico de adanismo, es incapaz de asumir, creyendo, como en el siglo XIX y parte del XX, que el cambio se hace con la guillotina, en el paredón o con el tiro en la nuca. (Perdonen la disquisición).

Refugiándonos de nuevo en el academicismo. Sólo un idealismo extremo puede arrastrarnos a considerar la perfección en los comportamientos humanos, no sólo una concepción liberal rotundamente lo rechazaría, sino, probablemente, la neutralidad académica también.

Vicens Vives no dudó en manifestar refiriéndose a la Restauración que “durante más de dos décadas, hasta 1998, el país vivió ficticiamente. Ignorada por el aparato gubernamental, la masa del pueblo se desinteresó de la cosa pública; sólo le preocuparon sus propósitos inmediatos, ya fuere la consolidación de una tarifa de arancel o la airada protesta contra una miseria excesivamente próxima. Casi todas las disidencias tuvieron un tono menor, cuando no siguieron los extravíos del atentado irresponsable”. En este sentido, refiriéndose al periodo anterior de la década de los años treinta, Antoni Jutglar incide en el mismo sentido: “…las burguesías hispánicas fueron incapaces de efectuar plenamente su revolución de clase. Es éste un hecho capital de la contemporánea historia española”, achacándoselo a su inmadurez en “la toma de conciencia y del movimiento social de clase”.

En cierto que hasta la Restauración el político es un político temperamental dado a la retórica más explosiva, y si a ello lo acompañamos de la radicalidad de algún general del que se hacía acompañar, la distancia entre la arenga y el comportamiento final adolecía de proporcionalidad. Pero ese comportamiento fue generalizado durante los largos periodos revolucionarios en toda Europa, difíciles de comparar con los comportamientos de los partidos y políticos más templados constituidos al socaire del sufragio universal al final del siglo.

Sin embargo, es cierta una serie de consecuencias perniciosas para el futuro. El liberalismo español no supo canalizar un devenir político no sólo en armonía, sino que procediera a ofrecer una continuidad en las ideologías y la política. Sin duda el enfrentamiento que surge desde la guerra de la Independencia, el cainismo español, el enfrentamiento civil, perdura a lo largo de los años. No existe una alternancia en el poder salvo por medio de la violencia, en general las opciones de izquierda se ven apartadas del acceso pacífico al Gobierno, y cuando eventualmente lo consiguen sus propias contradicciones le hunden en la más absoluta frustración. La debilidad del discurso liberal produce dos efectos, la distancia entre sus dos grandes partidos, y que sus ideas no fomentaran las siguiente en el mundo demócrata, republicano y socialista que iba paulatinamente surgiendo. Para colmo vino Franco -que era un antiliberal confeso- y apagó la luz de la política durante cuarenta años. Esa debilidad discursiva, también produce que el nacionalismo no sea nacional sino el periférico, un problema de importancia en la actualidad.

Este cúmulo de hechos que van a particularizar el devenir político español está expresado por el profesor Sánchez Montero: Hasta 1868 “…los obreros no habían hecho más que participar en movimientos políticos, apoyando a los distintos partidos. Pero su desengaño se había ido incrementando a medida que iban viendo frustradas sus esperanzas [.,,,,], que los políticos les había defraudado una vez alcanzado el poder. De ahí que el trabajador español, a diferencia de lo que había ocurrido en otros países de Europa, adoptase una actitud incívica, opuesta a todo lo que significase política, porque la política corrompe…”. Pero ese trabajador español no fue ajeno, ni lo es, a la fuerte cultura de enfrentamiento, al espontáneismo y voluntarismo político, a su fácil seducción por concepciones acráticas a la vez, y, en el colmo de la contradicción, a ser atraído por el comunitarismo de cualquier nacionalismo periférico de profunda naturaleza reaccionaria. Esto sí, estas perversas consecuencias, pueden atribuirse a la forma propia que adoptó la revolución burguesa en España.

Ante tales contradicciones, la seducción por los núcleos sociales tradicionales por parte del krausismo, o el pactismo phroudoniano del federalismo de Pi i Margall -que más que desconfianza liberal ante el Estado muestra un rechazo de naturaleza anarquista-, no hay que extrañarse de la reacción legitimadora del Estado que planteara, como acertadamente trae Laporta[18], Azaña, y  que tiene en Unamuno -un comportamiento republicano defensivo que diría Soroa-, “uno de los pocos liberales españoles que no apoyan ningún intento de descentralización, y, mucho menos, de federalismo español”. Este autor aporta los argumentos que Unamuno usara en la prensa frente a Araquistain en 1931. Una sana, y muy liberal reacción -difícilmente aplicable en la España actual, pero reseñable por la insigne autoridad que lo declara- , ante el resultado fundamental, que no cívico, de la deriva hacia lo periférico del largo proceso liberal en España:

“Y sé que ese individuo español, indígena de la región donde viva o advenedizo a ella, tendrá que buscar su garantía en lo que llamamos Estado español […]. Por individualismo español, por liberalismo español, es por lo que vengo predicando contra los poderes intermedios, comarcales, regionales, o lo que sean, que puedan cercenar la universalidad del individuo español, su españolidad universal”.

[1] Según el profesor Miguel Artola: “La nobleza, al menos la nobleza titulada, pasó por la experiencia revolucionaria sin sensible detrimento de su status, a pesar de la pérdida de sus privilegios y derechos jurisdiccionales, sacrificio que se vio recompensado por la extensión de sus propiedades territoriales”. Y prosigue informando que en 1854 de los 53 mayores contribuyentes que pagan más de 50.000 reales, 43 son titulados, 9 no lo son, y una es una sociedad. La Iglesia, al socaire de prohibiciones y la desamortización, sufrió un gran desmantelamiento, constituía el 14% de la población, asumió un gran cambio, que, en alianza con los moderados, en los años sesenta le permitió tener una gran influencia social. Artola, M., “La Burguesía Revolucionaria”, Alfaguara-Alianza Editorial, Madrid, 1973, p.135.

[2] J. M. Ruíz Soroa, “Elogio del Liberalismo”, Catarata, Madrid, 2018, p. 31 y 32.

[3] Edmund Burke, “Discurso a los Electores de Bristol”, 1774.

[4] Me ha llamado la atención que la profesora Koro Rubio (“Liberalismo, Fuerismo y Fueros Vascos entre 1839 y 1868”, en la obra de varios autores “Los Liberales Vascos…”, Fundación Sancho El Sabio, Vitoria 2.002, p. 136 ) describiendo a los liberales vascos citara entre ellos, como “constitucionalista de partido”, a Pedro Novia Salcedo, cuando posteriormente éste aparece como organizador de los alzamientos absolutistas en Vizcaya. Novia Salcedo, en su obra sobre la vindicación de las Provincias Vascongadas escrita en 1829 muestra una gran aversión a la Revolución Francesa y une al respeto al pasado, y dentro de éste a la foralidad, la supervivencia de la Monarquía. Más sorprendente es el viraje del Conde de Villafuertes, que, de liberal progresista en los años de Cádiz y padecer persecución absolutista, en 1830 adjuró del liberalismo en una entrega conservadora al proyecto foral vascongado.

[5] Rafael Sánchez Montero, “El Siglo de las Revoluciones en España”, editorial Sílex, Madrid, 20017, p. 74.

[6] José Varela Ortega, “Los Señores del Poder”, Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2013, p. 60 y siguientes.

[7] Antoni Jutglar aprecia las condiciones que empujaban a superar el absolutismo de la restauración de Fernando VII:” Habían transcurrido ya algunos años y en el transcurso de los mismos habían ocurrido tantas y tantas cosas, tantos cambios, que era imposible hacer tabla rasa o borrón y cuenta nueva del formidable movimiento y del conjunto de experiencias de todo tipo, que habían convulsionado España, entre 1808 y 1814”. A. Jutglar, “La España Que no pudo Ser”, Anthropos, 1983, Barcelona, p.163.

[8] Vicens Vives, “Coyuntura Económica y Reformismo Burgués”, Ariel, Barcelona, 1968, p. 47.

[9] Fernando Martínez Rueda, “Los Municipios Vascos. Los Fueros, y la Revolución liberal”, en la obra de varios autores “Los Liberales Vascos…”, Op. Cit..

[10] Félix Ovejero, “Idiotas O Ciudadanos. El 15 M y la Teoría de la Democracia”, Ediciones Intervención Cultural/Montesinos, Barcelona, 2013, p. 136.

[11] Rafael Sánchez Montero, “El Siglo de las Revoluciones en España”, op. Cit., p. 145.

[12] Javier Pérez Núñez, “La Diputación Foral o la Síntesis al Contencioso Decimonónico entre Fueros y Constitución”, en la obra de varios autores “Los Liberales Vascos…”, Fundación Sancho El Sabio, Vitoria 2.002, Op. Cit., pps. 217 y 221.

[13] E.J. Hobsbawm, “Las revoluciones Burguesas”, Guadarrama, Madrid 1971, p.217.

[14]Juan María Sánchez Prieto, “Fuerismo e Historiografía. La Memoria Política Vasca anterior al Nacionalismo”, “Los Liberales Vascos…”, op., cit., p. 356.

[15] Artola, M., “La Burguesía Revolucionaria”, Op., cit., p. 214.

[16] “Sus promotores sostenían la creencia de que la libertad intelectual y el autoperfeccionamiento moral eran las condiciones necesarias para el progreso de una sociedad atrasada, como o era la sociedad española”. Rafael Sánchez Montero, “El Siglo de las Revoluciones en España”, Óp. Cit. p. 274.

[17] José María Ortiz Orruño, “El Fuerismo Republicano (1868-1874)”, “Los Liberales Vascos…”, op., cit., pps., 379, 382 y 386.

[18] Francisco J. Laporta, “Adolfo Posada: Política y Sociología en la Crisis del Liberalismo Español”, Editorial Cuadernos Para el Diálogo, Madrid, 1974, p.180.