ABC-IGNACIO CAMACHO

Según Junqueras, fue una revuelta seráfica que más que la independencia perseguía un estado colectivo de nirvana

LOS acusados del procés tienen un problema, y es que su golpe fue retransmitido en directo durante varias semanas. Lo vio toda España y la parte de Europa y del mundo que fue capaz de discernir entre la realidad y las fotos trucadas que divulgaron los separatistas a través de su red mediática. No pueden negar la premisa mayor, la de la sublevación organizada cuyas imágenes son la pistola humeante que la Fiscalía esgrime como evidencia básica. Y ante esa prueba primordial vienen a argüir que el arma sólo estaba cargada con balas de fogueo e inofensiva pólvora democrática. La imposibilidad ontológica de desmentir los hechos la encubren con el mantra de que votar no es delito y demás zarandajas que ofenden cualquier inteligencia estructurada, pero que tal vez sirvan de consuelo y fervorín a sus masas de seguidores enfervorecidos por la soflama identitaria. Así Junqueras, que tiene voz suave y frailuna, convirtió su declaración en una prédica franciscana trufada de amor al prójimo y bondad seráfica. Según su relato, la gente cantaba himnos religiosos, henchida de espiritualidad pacífica y cándida, la noche en que cercaron un edificio oficial y obligaron a salir por tejados y ventanas a los guardias que lo registraban. Una revuelta zen en la que, más que la independencia, se diría que los amotinados perseguían un místico estado colectivo de nirvana.

El exvicepresidente de la Generalitat, alma de la conspiración según el sumario, ha dado por perdido el juicio –en la acepción polisémica de la expresión– de antemano. Su angelical testimonio buscaba el ingreso en un martirologio seglar con la posteridad como horizonte de su sacrificio voluntario. No así el de Joaquim Forn, que de todos los acusados acaso sea el que ha pasado en la cárcel peores tragos, y que enfoca su defensa en minimizar daños. Forn cuenta con un buen letrado, al menos uno que conoce la estricta naturaleza jurídica de su trabajo, y no parece que la idea de ingresar en el santoral laico le suscite un mínimo entusiasmo. Fue directo al grano de refutar las responsabilidades que le atribuye el atestado. Lo tiene tan crudo como los demás –se enfrenta a una pena de 16 años– pero no se refugió en la política para justificarse con principios abstractos. Después del confortante alegato de los fiscales en amparo del único sujeto soberano –el pueblo español: «Zaragoza no es sólo de los zaragozanos»–, la tercera jornada de la vista oral deja dos itinerarios claros: el de quienes van a tratar de zafarse de un castigo largo y el de los que, considerándolo inevitable, pretenden usarlo para galvanizar a sus partidarios.

Ayer se vio también en acción al juez Marchena, generoso con las cuestiones previas y consciente de lo que representa: la autoridad del Estado como razón suprema. Visto lo visto, más que manga ancha en sus puñetas, lo que le va a hacer falta es mucha paciencia.