JOSÉ MARÍA RUIZ SOROA-EL CORREO
La condición de víctima, en el campo del proceso penal, no existe hasta que hay sentencia firme declarando la existencia del delito, la persona del delincuente y la victimización ocurrida
 

Eric Hobsbawm escribió, con referencia expresa a grandes causas del siglo XX como el ecologismo o el feminismo, que pocas veces en la historia se han defendido tan justas y razonables reivindicaciones con peores argumentos. Hoy queremos hacer referencia, en concreto, a un tipo de razonamiento/argumento/consigna que se escucha con frecuencia en el feminismo y que viene a decir lo siguiente: el mundo lo han hecho los hombres, luego es patriarcal y masculino; la Justicia la han construido los hombres, luego tiene género, el masculino; los derechos humanos los han dictado los hombres, luego tras su aparente abstracción se esconde un sujeto muy concreto, el macho. Se trata de un discurso que, partiendo de un hecho cierto como el de que la sociedad es todavía acusadamente patriarcal, va perdiendo valor según va ampliando su campo de aplicación (la filosofía que se ha hecho hasta hoy es masculina) y llega a un error que es ya un tópico: los principios jurídicos liberales que se plasman en los derechos humanos y en las garantías procesales esconden una realidad de género, es decir, el sujeto de derechos en que piensa la norma jurídica es un sujeto sexuado.

Decimos que es un tópico porque son ya legión los movimientos sociales que, nada más llegar al mundo, comenzaron por denunciar que la abstracción universalizadora de la norma cuando enuncia que «todos tienen derecho a …» es una mala abstracción, no es sino la forma de camuflar los intereses de un sujeto concreto y particular haciéndolos pasar por universales. Empezó Marx en ‘La cuestión judía’ denunciando que la libertad e igualdad de los derechos humanos eran en realidad la libertad e igualdad del burgués, que la abstracción de la fórmula servía para esconder al proletario dominado. Y luego siguieron legión: los tercermundistas denunciaron que esos derechos eran los del occidental blanco y que ignoraban en su universalidad a otros seres humanos de otros países y culturas. Los comunitaristas clamaron contra ese «yo vacío y abstracto» que era el sujeto de los derechos, cuando en la realidad sólo había «yoes situados» en una determinada comunidad, o minoría, o particularidad étnica o cultural. A los cuales, claro está, se les desconocía y despreciaba en su particularidad. Siempre, pero siempre, se acababa descubriendo que las reglas jurídicas eran abstractas, formales, insubstanciales, y que lo que necesitábamos para hacer justicia eran unas reglas concretas sustentadas en la concreción de la clase, la cultura, el pueblo o, ahora, el género. Yo pertenezco a una generación que se tragó en su juventud aquel axioma de que la democracia liberal capitalista era formal y que lo que precisaba el mundo era la democracia real. ¡Cuánta basura intelectual!

A un sector del pensamiento feminista se le ha cruzado, en este sentido, una garantía de los derechos humanos tan básica y primordial como la presunción de inocencia de los acusados en juicio criminal (art. 11 de la Declaración de las Naciones Unidas). Le parece una institución que, en los casos de violencia de género o contra las mujeres, no hace sino esconder y maltratar los derechos de la víctima a la que se le exigen pruebas de su victimación para poder condenar al agresor. Cuando la opinión pública clama contra una absolución por prueba insuficiente o dudosa del hecho, o contra la libertad provisional de los todavía no condenados por sentencia firme, está en el fondo haciéndose eco de esa opinión feminista. Está proponiendo, de manera confusa pero efectiva, una nueva institución que, siempre sobre la base de la concreta situación femenina, limite el derecho a la presunción de inocencia. Podríamos llamarla la ‘presunción de victimación’.

Veamos: en teoría, la condición de víctima, en el campo del proceso penal, no existe en principio hasta que se dicta sentencia firme declarando la existencia del delito, la persona del delincuente y la victimación ocurrida. Hasta entonces las presuntas víctimas lo serán a efectos asistenciales, pero no lo son jurídicamente. Pues bien, el actual Derecho Penal tiende a ‘adelantar’ la condición de víctima al momento inicial mismo del proceso, anticipándola. Lo cual no tiene demasiada importancia práctica en muchos casos flagrantes de victimación, pero reviste especial gravedad cuando lo que se discute en el juicio es precisamente la existencia real de esa victimación. El caso de Pamplona sería paradigmático: debatiéndose como se debatía en el juicio la existencia o no de consentimiento de la mujer, atribuirle la condición de víctima y derivar de ello un privilegio procesal tal como la presunción blindada de su propia veracidad chocaría de plano con la presunción de inocencia.

En términos más romos, tal como la vicepresidenta del Gobierno lo expone: si la mujer debe ser creída «sí o sí» porque es por definición víctima (antes de la sentencia), estamos construyendo una presunción de culpabilidad, lo digamos así de claro o no. Casi todos los magistrados que han juzgado aquel caso (siete de ocho) creyeron la versión de la mujer (aunque frecuentemente se ignore ese hecho porque es incómodo para poder soltar consignas), pero la creyeron después de sopesar todas las pruebas, incluidas el grado de veracidad y verosimilitud de su conducta y sus declaraciones. Y sopesando también que en ese juicio había que vencer una presunción legal a favor de la versión contraria. Sin embargo, lo que la nueva doctrina propone es algo muy distinto: no es preciso analizar, sopesar ni ponderar nada, sencillamente debe aplicarse una regla indestructible que vendría fundada en la concreta y particular situación de las mujeres: puesto que son víctimas deben ser creídas necesariamente; y punto.

Menos mal que, como sucedió con los anteriores experimentos por construir un orden jurídico fundado en lo particular y no en lo universal, también estas propuestas fracasarán a la larga. Un par de siglos de civilización avalan el valor esencial de la abstracción universalista para poder construir un mundo de reglas válidas. Sirvan estas líneas, mientras tanto, para soportar con paciencia a las actuales defensoras del valor de lo particular, Carmen Calvo incluida.