Gregorio Camara Villar-El País
Hay que alumbrar un marco jurídico y político que establezca el equilibrio necesario entre autogobierno y gobierno compartido para la plena integración de un país tan plural y tan lleno de potencialidades como es España 
 

La pauta general de nuestro constitucionalismo histórico fue configurar nuestra plural España como un Estado unitario fuertemente centralizado. En contraste, la Primera República intentó infructuosamente dar vida a un proyecto de cuño federal, mientras que la Segunda buscó la compatibilidad de un llamado “Estado integral” con la autonomía de las regiones. En 1978 tampoco se llegó a un modelo de organización territorial definido en la Constitución, sino que se dispusieron en su título VIII elementos básicos para un Estado “descentralizable”. Se hizo abriendo un “proceso autonómico” a partir del reconocimiento del derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones en su artículo segundo, más la tácita delegación en el legislador orgánico para el cierre de sus enunciados de apertura. Si bien en 1931 y 1978 hubo un rotundo rechazo del agobiante centralismo y una indudable aspiración al establecimiento de la autonomía regional, no pudo fraguarse una neta voluntad constituyente en esta materia que estuviera en condiciones de sostener un modelo claramente definido. Así las cosas, la cuestión territorial sigue abriéndose recurrentemente en canal en los momentos de crisis, a falta de una constitucionalización adecuada que permita vertebrar nuestro Estado con la eficacia y estabilidad necesarias.

El legislador estatal y las comunidades autónomas, durante casi cuatro décadas, han venido concretando un avanzado Estado autonómico; y la jurisprudencia constitucional se ha encargado de precisar los pilares doctrinales sobre los que se asienta la “constitución territorial”. En su evolución, caracterizado por su flexibilidad y gran apertura, ha llegado a funcionar “como si” de un Estado federal se tratara, aunque con severas deficiencias y notables carencias de estructura. Orbita sin duda en el campo de atracción del federalismo, pero no es formal ni propiamente un Estado federal.

Necesitamos racionalizar y relegitimar nuestro sistema y dar una salida a la cuestión catalana

Si desde 1978 estamos inmersos en un proceso de federalización de facto, la reforma que se emprenda debe tener un sentido federativo de culminación, tipo holding together. Reforma, no proceso constituyente, es lo que necesitamos, pues los principios y los elementos centrales que estructuran el Estado están bien establecidos en la Constitución, en términos generales. Tampoco hay una situación política tal que así lo requiera, pese a la gravedad del actual desafío soberanista en Cataluña. Pero la reforma es necesaria para la puesta al día, racionalización y relegitimación de nuestro sistema político y, en su marco, para dar una salida adecuada a la cuestión catalana.

La mayor dificultad estriba en conseguir su aceptación mayoritaria en los territorios que tienen la “asimetría política” de un arraigado nacionalismo, en buena parte independentista. Quienes abrazan un independentismo irredento nunca van a ser convencidos por ninguna reforma, al menos por ninguna que no abra la puerta al derecho de secesión. Pero el número de nacionalistas de esta condición es menor del que hoy por hoy conforma la mayoría no nacionalista junto con el nacionalismo moderado. Aquí está la clave sobre una opción de síntesis y encuentro, en la línea de una descentralización política racionalizadora y de calidad. Hay neta mayoría si sumamos a quienes quieren mantener la estructura del Estado tal como está, aquellos que propugnan un mayor nivel de autogobierno y quienes abogamos por una reforma en sentido federal que articule el pluralismo con un nuevo pacto de ciudadanía refrendado por todos los españoles y por cada territorio en subsiguientes reformas estatutarias.

Se debe aprovechar la comisión sobre el Estado autonómico creada en el Congreso

Esta reforma, además de otras necesarias en aspectos sociales y de regeneración democrática, requeriría adoptar muchas medidas concretas. Son de especial relevancia: 1) incluir en la Constitución, como sugirió el Consejo de Estado, mención expresa a las comunidades autónomas; 2) regular el Senado como Cámara que represente eficazmente a los territorios tanto por su composición como por sus funciones; 3) reconocer las singularidades y sus efectos: lengua propia, cultura, foralidad, organización territorial, peculiaridades históricas de derecho civil, insularidad y ultraperifericidad; 4) “desconcentrar” en los territorios determinados órganos e instituciones centrales como contribución a una eficaz política de reconocimiento e integración; 5) incorporar los principios de lealtad y colaboración, así como los mecanismos e instrumentos de colaboración y cooperación y los “procedimientos compartidos” puestos en pie por los estatutos “de segunda generación”; 6) rediseñar el sistema de distribución de competencias, precisando las facultades concretas del Estado, reduciendo al máximo las compartidas y estableciendo como cláusula residual que todo lo no atribuido al Estado por la Constitución sea competencia de las comunidades, de tal manera que los estatutos tengan dimensión institucional, no competencial; 7) fijar los elementos fundamentales del sistema de financiación para garantizar la solidaridad interterritorial en términos de equidad, introduciendo un mandato de “actualización” del régimen foral vasco y navarro que no genere desigualdad y satisfaga las exigencias de solidaridad; 8) establecer una garantía reforzada de la autonomía local y de la suficiencia y sostenibilidad en su financiación; 9) disponer reglas adecuadas para la articulación de España en la UE a partir del pluralismo territorial interno, y 10) modificar los procedimientos de reforma constitucional para que esta sea posible cuando resulte necesario y así lo demande la ciudadanía.

Tengamos muy presentes las claras lecciones de nuestra historia y la evolución seguida por el Estado autonómico. Se trata de alumbrar, con un razonable horizonte de estabilidad, un marco jurídico y político que establezca el equilibrio necesario entre autogobierno y gobierno compartido para la plena integración de un país tan plural y tan lleno de potencialidades como es España. Tanto el diagnóstico como el objetivo son claros y el perímetro está trazado, aunque sea complejo y difícil de articular en los detalles. La comisión de estudio para la evaluación y modernización del Estado autonómico recientemente creada en el Congreso de los Diputados es, por ahora, el único instrumento del que disponemos para un diálogo político y técnico que pueda resultar fructífero, por lo que todos tenemos el deber de aprovecharlo. Ojalá las formaciones políticas que no se han incorporado, o que la han abandonado, cambien de postura y podamos llegar a elaborar unas conclusiones compartidas. Nuestro país necesita de manera impostergable ir abriendo los tiempos de reforma de la Constitución.

Gregorio Cámara es catedrático de Derecho Constitucional y diputado portavoz del Grupo Socialista en la Comisión Constitucional del Congreso.