El Correo-JOSEBA ARREGUI

En el Estado de Derecho se puede exigir a cada ciudadano que acate las leyes, pero no que crea que una determinada ley sea la verdad última ni posea la legitimidad definitiva

En época de creciente verborrea política y de crecientes ocurrencias que pasan por grandes revelaciones, es más necesario que nunca volver la mirada a lo nuclear de lo que constituye la política como democracia, Estado de Derecho y cultura constitucional. En unos momentos en los que la tan reclamada libertad de expresión corre el riesgo de no ser más que una manifestación más de la tendencia a desnudarse uno a sí mismo en público, fruto de un narcisismo insoportable, es preciso recordar que la libertad de expresión se fundamenta y está al servicio de la libertad de conciencia, que a su vez es el fundamento de la dignidad humana.

Empujados por necesidades circunstanciales de la disputa partidista, buscando aferrarse a cuestiones que movilizan sentimientos o buscando soluciones mágicas a lo que no lo tiene, dos gobiernos y algunos partidos han recurrido a una táctica que puede poner en grave riesgo la libertad de conciencia. El Gobierno socialista de Sánchez afirma que quiere constituir una comisión de la verdad sobre la Guerra Civil y la dictadura. Y el Parlamento vasco, de la mano del PNV y de Bildu, han dejado en manos de unos expertos la cuadratura del círculo; la tarea de dar forma legal a lo que es ilegal e inconstitucional desde su propia voluntad: el pacto firmado entre ambos grupos para dar a Euskadi un nuevo estatus en la relación con España bajo la añagaza de reformar el Estatuto de Gernika.

A nadie le cabe duda de que nadie es libre ante la afirmación de que dos y dos son cuatro. Tampoco que las fórmula químicas del agua, del aire, del gas butano o de cualquier otra materia no son discutibles. Ante las normas gramaticales y lingüísticas se puede tener algo más de libertad, unos por desconocimiento, otros por dejación, y los poetas por responsabilidad creativa cuando fuerzan los límites de un lenguaje concreto en aras a poder expresar lo que muchas veces sienten como inexpresable. Ante la historia también puede haber cierta libertad: No se puede poner en duda que se produjo la revolución francesa ni la fecha, tampoco que se produjo la revolución rusa de octubre. Podrá haber dudas sobre una interpretación u otra, pero siempre sin poner en peligro los datos y los hechos, ni negar el papel de los actores principales de ambas.

El Partido Socialista español, que sigue empeñado en eliminar, o al menos disminuir cuantitativa y cualitativamente, la presencia de la enseñanza católica en las escuelas no piensa que está censurando nada. Que la escuela democrática sea pública, independientemente de si es de titularidad pública o privada, depende de que los programas, la estructura de cursos, las condiciones de la escolarización, la exigencias de titulación para el profesorado y tantas otras cosas son decididas por el Legislativo y el Ejecutivo de la democracia. La escuela pública, en el sentido descrito en las frases anteriores, es pública precisamente porque no adoctrina, y de hacerlo solo en los principios que sostienen a la democracia y la cultura constitucional. No para permitir que, en nombre de la libertad de expresión y de que no puede haber censura, quien quiera –y, claro, pueda– proceda a adoctrinar a las futuras generaciones. Es la degradación más grave y radical de lo que implica escuela pública, sea de titularidad estatal o privada. Algo a lo que no podemos renunciar, pero a lo que al parecer está dispuesto a renunciar el Gobierno actual, como lo hizo el anterior en el caso catalán.

Pero, volviendo a la renuncia a la política, la libertad de conciencia viene de que no hay Estado ni poder institucional que pueda imponer a un individuo en qué debe creer o no creer, y es fruto de la experiencia de las guerras de religión en Europa: en el espacio público de la política no se puede decidir quién es el Dios verdadero, si el protestante o el católico, si el del Papa o el de Lutero o Calvino, o el de Enrique VIII. Y como consecuencia: en el espacio público no se puede dirimir ninguna verdad última, ninguna legitimidad última. Esa es la garantía de la libertad de conciencia. Por eso, en el Estado de Derecho se puede exigir a cada ciudadano que acate las leyes que se aprueban siguiendo los procedimentos y procesos establecidos por las leyes en cada caso, pero nadie le puede exigir que crea que una determinada ley sea la verdad última, ni posea la legitimidad última y definitiva. En ello radica la libertad de conciencia y la asunción de las obligaciones ciudadanas: acatar sí, pero no tener que creer en la verdad o en la justicia de las leyes aprobadas por mayoría si uno no está de acuerdo con ellas.

Sin embargo, esta libertad de conciencia se pierde si se renuncia a la política dejando la decisión en manos de los expertos u hombres de ciencia: lo que ellos deben buscar, pues no son políticos, es la verdad; y la verdad a la que lleguen, parcial siempre, es obligada, una ante la cual uno no está en situación de libertad. Confundir los ámbitos de legitimación de la política y de la ciencia es introducir el totalitarismo en la política: la verdad científica obliga, la verdad política es de compromiso porque siempre debe representar en mayor o menor medida el pluralismo sin el cual la libertad de concienca no existe.

La verdad de la Guerra Civil y de la dictadura franquista, de la represión franquista, hay que buscarla en los documentos, en las memorias –con cuatela–, en los datos, en los libros de Historia, en los que ya existen y en los que existirán, pero en ninguna comisión oficial creada para establecer la verdad oficial, verdad que siempre negará la libertad de conciencia. La verdad de la naturaleza de la relación de la sociedad vasca con España, su integración e inclusión, o no, en la sociedad española no se puede establecer en una comisión de expertos creada para escapar de las exigencias de respeto al pluralismo y a la libertad de conciencia que deben regir la política democrática. Esa verdad experta sería obligatoria y no dejaría lugar alguno para la libertad de conciencia. Están jugando con fuego. Cuidado con los comienzos, como aprendieron los alemanes tras Hitler, aunque quizá ya andemos demasiado tarde.