Jorge M. Reverte-El País

El papel de Puigdemont ha consistido en tirar el cohete que anuncia que se ha soltado a los toros

Liechtenstein tiene 40.000 habitantes y el nombre de su capital, Vaduz, aparece en los libros de texto, o en algunos. Y, sobre todo, es un Estado, aunque no tenga lengua propia.

Con mucha más razón, y más razones, se presenta Cataluña ante el mundo, después de que su Gobierno convocara una huelga general para el lunes que le salió bien, es decir, que fue seguida muy mayoritariamente, sobre todo por los militantes de Podemos y la CUP, y por los funcionarios, los abundantes funcionarios de una comunidad autónoma rebosante de competencias, que tuvieron no un día de bronca sino de vacaciones épicas.

Carles Puigdemont, president de la Generalitat, alcanzó el martes una importante cima política digna de Nicolás Maduro: los estudiantes, los funcionarios, incluidos los policías, y algunos dirigentes de las pymes, se dieron cita para tomar las calles en una jornada de protesta que había sido convocada por la CUP unas semanas antes. Para la convocatoria no tuvo que dar ni una sola cifra de participación en el llamado referéndum del 1-O, ni que explicar ninguna de las muchas irregularidades que convirtieron su gran día en una descomunal burla.

Después de la gigantesca borrachera colectiva, que tuvo como víctimas injustas a guardias civiles y policías nacionales enviados por el ministro Zoido en pésimas condiciones a Barcelona, a Puigdemont le ha venido la idea de declarar la independencia, a pesar de que sabe que la mitad de los ciudadanos catalanes no la quiere. Se ha emborrachado con la calle. Ha aspirado en exceso los loores de las barricadas subvencionadas y los piquetes sin consecuencias. Ha perdido la razón dejándose llevar por la dinámica aparentemente emancipatoria de la CUP, y por el entusiasmo de Pablo Iglesias cuando ve una movilización.

Tres periodistas, Manuel Chaves Nogales, Josep Pla y José Díaz Fernández, vivieron en 1934, en Asturias, una sensación parecida a la que se puede percibir ahora en Barcelona, con la enorme ventaja ahora de que no ha habido derramamiento de sangre. En sus espléndidas crónicas reunidas en un libro (Acantilado, 2017) que prologa Jordi Amat, hay una perplejidad común: los revolucionarios habían conseguido instaurar el “comunismo libertario”. Pero no sabían adónde iba eso después.

Quizás Anna Gabriel y los líderes de la ANC y Òmnium Cultural sepan adónde quieren llevar la épica que de momento conducen. Pero Puigdemont no controla del todo el asunto. Su papel ha consistido en tirar el cohete que anuncia que se ha soltado a los toros.

Un mal presagio para la revolución: Oryzon ha subido en la Bolsa al mudarse a Madrid.