El Correo-ANTONIO RIVERA

Todo el mundo sabía que tarde o temprano caería el régimen del PSOE en Andalucía, pero esta vez el tedio no hacía presagiar el cambio. Lo intentó la derecha con mejores candidatos y argumentos, pero resistía tenaz el mecanismo defensivo, lo malo conocido, el antiseñoritismo congénito y hasta un orgullo casi nacionalista poco envidiable. Todo el mundo lo esperaba alguna vez, pero nadie supuso que se iba a producir así. La historia es sorprendente y, para los que se regocijan en el abismo colectivo, siempre estimulante. El cambio llega produciendo una general incomodidad. No solo porque ni los que pierden pierden del todo, ni los que ganan lo ganan de una vez. Es que, además, para ganar hay que ir de la mano de un indeseable imprevisto que afea cualquier posibilidad de victoria limpia. Disputarán todavía segundo y tercero en el teatro que media hasta la investidura, pero van a necesitar a un compañero de viaje indeseado.

La división de un espacio político no tiene por qué debilitar. En las elecciones muchas veces favorece porque proporciona un ancho de banda que captura todo lo que se mueve en el entorno. Lo rotundo de las dos opciones de izquierdas, lejos de atraer, ha espantado por razones contradictorias o ha dejado a los suyos en casa por una misma desafección y desinterés.

El cambio de la izquierda a la derecha no tenía por qué producirse por una razón ‘de clase’, como siempre habíamos previsto. Ricos y pobres en el lugar se mantienen el mismo desprecio que el sábado de víspera, pero ese no ha sido el factor que les ha movido. Al final lo que ha desnivelado la balanza ha sido un voto nutrido de las mismas razones que en Europa o en el mundo: el egoísmo, el miedo, la reacción frente a la prepotencia, la desconfianza, el refugio en los valores tradicionales, el rechazo de la novedad y del otro, el temor a un reparto peor, el hastío por la corrupción del poder, la pereza que produce la corrección política y la esencia de cualquier inclinación nacionalista: primero nosotros y lo nuestro (o lo que se tienen por tales cosas). Un voto de esos que se dicen transversales, que proceden de todos los nichos y que se alimentan de una antropología pesimista que no ha sido capaz de corregir ninguna ideología nacida de la Ilustración. A la vista de argumentos tan extendidos en el continente y fuera de él, podríamos gritar bien alto que «¡Ya somos europeos!», ya somos como en el resto del mundo.

Y somos igual que ellos a la hora de tener que gestionar también incómodamente el resultado. Que el recién incorporado es de la misma extrema derecha que vemos en Europa o en las dos Américas no cabe duda. Que en lo inmediato se va a proceder a desdibujar desde la derecha el cordón sanitario que se aconsejaba tener con él, tampoco. Al fin y al cabo, es un debate propio de países, no más pulcros que el nuestro, sino de aquellos donde el extremismo de derechas compite por el liderazgo con la derecha misma. En el resto, y en el nuestro, la virginidad se perdió hace tiempo y el «y tú más» del inmediato pasado justifica cualquier indecencia futura.

Sea como sea y lo gestionen como lo gestionen, este «Spain first» que acabamos de estrenar causa, por su inevitable replicación, más preocupación que curiosidad. De manera que, visto lo visto, habrá que decir aquello de «¡Menos mal que nos queda Portugal!».