JOSÉ IGNACIO TORREBLANCA-El Mundo

El autor subraya que una Europa que ignore las realidades políticas, geopolíticas y demográficas que configuran el mundo y piense que puede zafarse de ellas en modo alguno sobrevivirá.

NO PUEDE SER coincidencia que una Europa que debe su nombre a una princesa siria raptada por un Dios griego haya visto en Grecia y Siria el origen de las dos crisis que a punto han estado de llevársela por delante. ¿Estamos ante la venganza de Europa y el castigo a la soberbia y malas artes de Zeus? No se trata solo de una metáfora histórica: basta pasearse hoy por las calles de Atenas para constatar de inmediato la devastación dejada por la crisis del euro y las secuelas de la guerra de Siria. En la estela de esas dos crisis, una de desigualdad y otra de asilo y refugio, los europeos llamados a las urnas esta semana lo hacen bajo el signo del malestar, sea con la política nacional, con la Unión Europea o, en algunos países, con ambos. De ahí que según una reciente encuesta del European Council on Foreign Relations, la paradoja que domine estas elecciones sea la coexistencia de una recuperación muy significativa del apoyo de la ciudadanía a la UE (situada hoy en niveles récord desde los mínimos alcanzados en 2012, en el apogeo de la crisis) con la preocupación de sus partidarios por la fragilidad de ese proyecto e, incluso, el temor acerca de su eventual desaparición en mayorías muy significativas de los votantes de Francia, Alemania, Italia o Polonia (no, por cierto, en España, donde la idea de Europa sigue gozando de un gran apoyo popular).

Porque el horizonte que nos dibujan las encuestas no es tanto uno en el que una mayoría de nacionalistas vayan a hacerse con las riendas de la UE (los eurófobos son muchos pero no los suficientes para derrotar a los europeístas), ni tampoco otro en el que los populistas echen arena en sus engranajes hasta griparla (lo que sin duda intentarán, tanto desde las capitales nacionales como desde dentro de las instituciones europeas), sino una Europa en la que los europeístas se muestran inseguros y desorientados acerca del futuro. Sea respecto a los enormes desafíos exteriores que enfrentan a la hora de articular respuestas a las políticas de Trump, Putin o China o bien respecto a la necesidad de colmar sus déficits internos de integración (económica y monetaria, pero también política y social), los europeístas están divididos y desanimados. Unos piensan que sus fuerzas están tan justas que solo dan para defender lo ganado, no para malgastar energías en avances en cuyo éxito no confían y que, temen, podrían avivar el ya amplio rechazo a la UE en muchos países. Otros sostienen que es precisamente esa visión conservadora la que amenaza el proyecto, pues lo priva tanto de políticas exitosas que cimentarían la confianza de los europeos como de un relato compartido sobre el que sostener nuevos avances.

¿Qué hacer? Ninguno de los dos grupos tiene razón ex ante: el estudio de la política puede ser científico, pero su práctica sigue siendo un arte y, además, reflexivo en su contacto con la realidad y las personas. De ahí que los políticos conservadores suelan lograr alumbrar realidades conservadoras mientras que los progresistas tienden a conseguir cambios antes considerados impensables. En todo caso, si hay algo evidente, y por eso confieso que mis simpatías están con el segundo grupo, es que en el primero domina una categoría de políticos que se ha hecho omnipresente en nuestros tiempos: se trata de los políticos seguidores, esto es, que carentes de ideas, a veces incluso de principios, han decidido renunciar a liderar. Se los reconoce porque a cada encrucijada a la que llegan, detienen la caravana y, sin avanzar sus preferencias ni comprometerse con resultado alguno, preguntan a sus seguidores si quieren girar a izquierda o derecha, avanzar, retroceder o bordear. En el segundo grupo, sin embargo, dominan aquellos políticos que, ayer como hoy, nos inspiran por su capacidad de convertir los valores y principios que compartimos en acuerdos que den forma a políticas que nos hagan progresar colectivamente y con las que nos podamos identificar.

Pero para ganar el futuro no basta creer en él. Como ha señalado Josep Borrell, tan peligroso o más para el proyecto europeo como el odio de los eurófobos es la ingenuidad y carencia de espíritu crítico de los que denomina «eurobeatos». Por eso, para tener éxito, el relanzamiento del proyecto europeo tiene que arrancar de un análisis realista, incluso brutal, sobre las causas de nuestro malestar. Porque si Bashar Asad ha podido vengar el rapto de Europa generando una crisis de ansiedad sin igual en el continente es porque igual que en su momento ignoramos la economía y lo fiamos todo a los mercados que nos llevarían siempre virtuosamente al crecimiento, los europeos también hemos ignorado la historia, la geografía y la demografía. Y esa superioridad moral que nos hacía pensar que la Unión Europea podía caminar sobre el agua, ignorando todo aquello que, otra vez descubrimos hoy, sostiene la política, puede tener consecuencias catastróficas.

Dijimos que la historia había terminado en 1989 y que la democracia liberal se había impuesto como única forma de organización política viable. Pero dos décadas después nuestras democracias están acosadas por la desafección, rotas por la polarización, asediadas por los populismos, se ven incapaces de corregir la desigualdad y asisten impotentes al reemerger del viejo fantasma del nacionalismo, de tal guisa que hasta el mismo Fukuyama titula su último libro Identidad y lo centra en las llamadas «políticas del reconocimiento» (Deusto, 2019). Así que donde antes pensábamos en un suave diluirse de la izquierda y derecha para dar paso a políticas consensuales basadas en la evidencia y una gobernanza multinivel tecnocrática europea sin grandes estridencias, nos encontramos con una política basada en guerras culturales, chalecos amarillos y caudillos demagogos como Salvini.

Al sueño liberal no le va tampoco bien fuera de nuestras fronteras. De Pekín a Washington pasando por Ankara o Moscú, el orden liberal multilateral y los valores democráticos que caracterizan a las sociedades abiertas están en entredicho. La vieja geopolítica, con sus esferas de influencias, guerras por delegación y el auge del proteccionismo comercial configuran algo parecido a una paz fría entre superpotencias en las que los europeos no saben cómo manejarse. Así que la geografía ha vuelto a importar y el sueño europeo de un mundo de fronteras porosas o diluidas en los que el poder solo se manifieste de forma blanda y a través de los mercados y los valores democráticos ya no es viable. Como han demostrado las guerras de Siria y Ucrania, nuestra vecindad es de todo menos el sueño posmoderno que los europeos creíamos estar forjando para asegurar nuestra seguridad y prosperidad.

POR ÚLTIMO, los europeos también hemos ignorado la demografía, como si el hecho de vivir en el siglo XXI nos permitiera esquivar una magnitud de poder tan crucial. Cada vez menos en número, más viejos, más dependientes y más estancados económicamente, no solo integramos mal a los no europeos sino que carecemos de una identidad colectiva fuerte que nos permita impulsar la solidaridad necesaria para sostener nuestro proyecto. Solo así se explica que, pese a la obvia necesidad de disponer de una política de inmigración, integración y asilo común, pensemos que podemos sobrevivir sin ella cuando la realidad es que en su ausencia difícilmente podremos sostener la libre circulación de personas y la supresión de fronteras.

Europa sigue siendo el mejor marco en el que dar respuesta a los desafíos que enfrentamos. Pero una Europa que ignore las realidades políticas, geopolíticas y demográficas que configuran el mundo y piense que puede zafarse de ellas en modo alguno sobrevivirá. Los nacionalistas tienen un proyecto en el que creen fervientemente: una Europa basada en naciones fuertes y celosas de su soberanía e independencia. Ese proyecto representa el pasado y es inviable. Pero los europeístas no terminan de dibujar a sus votantes un proyecto de futuro viable y atractivo. ¿Por qué les extraña que la gente esté desorientada si ellos no solo lo están sino que lo reflejan con toda nitidez en su falta de ideas y coraje para defenderlas?

José Ignacio Torreblanca es profesor de Ciencias Políticas en la UNED y director de la Oficina en Madrid del European Council on Foreign Relations.