ABC-IGNACIO CAMACHO

En un brillante «travelling» hacia el pasado, Garci se autorretrata como el último heredero español del cine clásico

JOSÉ Luis Garci suele decir que el cine era para él una vida de repuesto, un mundo paralelo, una existencia como de otra dimensión en la que era posible sentirse parte de los sueños. Se refiere a su condición de espectador compulsivo, de prosélito de una religión que practicaba los domingos por la tarde en salas majestuosas como templos, pero como guionista y director no ha hecho otra cosa que construir para sí mismo y para los demás ese universo luminoso de fantasía y de misterio en el que se acostumbró a habitar de pequeño. Todas sus películas, pero sobre todo las del género policial, contienen el registro de los valores que absorbió en aquel tiempo, los códigos de conducta aprendidos en esa época liminar de los primeros cigarrillos, los primeros desengaños y los primeros besos. Y ahora, a los 75 años, con un Oscar y un Cavia en el salón y muchas cicatrices emocionales en el cuerpo, ha reunido ese caudal de experiencia y de talento para rendir homenaje a su trayectoria, a sus amigos y a sus recuerdos en una especie de testamento rodado con el academicismo elegante de las viejas obras maestras en blanco y negro. Se llama «El crack cero» y tiene a todo Garci, a todo el mejor Garci, dentro.

Allí están de nuevo, en un Madrid de los setenta en el que la agonía de Franco preludia una nueva etapa, los billares y los gimnasios, los teléfonos de ficha, las radios, los bares canallas donde bebía vino barato –«Chateau Maison»– el detective que hace casi cuatro décadas encarnó el gran Alfredo Landa. Están las mujeres fatales, los policías veteranos, las leales secretarias, las celestinas de lujo, los antihéroes cansados que beben dry-martini y citan, qué hermoso detalle de amistad, a Manolo Alcántara. Y está sin estar el propio Landa, revivido en la juventud del personaje Areta por un formidable Carlos Santos que ha sabido convocar en su expresión toda la hondura dramática, la sentimentalidad evocadora y la dignidad intacta que el actor desaparecido concentraba en su poderosa mirada. Y está la narrativa visual, plano y contraplano, humo saliendo de la pantalla, que el director aprendió viendo desde su infancia cientos de películas americanas. Ecos de la suave tristeza de «Los mejores años de nuestra vida», del humor cáustico de «Eva al desnudo», de la generosidad moral de «Casablanca».

En esa historia de noir puro, estructurada como un largo travelling hacia el pasado, Garci se ha autorreferenciado como el último heredero español del cine clásico. El miércoles, en el Capitol de la Gran Vía, en cuya arquitectura art déco se perdía de niño con los ojos como platos, un foco lo abrazó con su cono de luz, como en aquella noche angelina, cuando la proyección terminó entre un largo aplauso. Ciclo cerrado. De todas sus vidas de repuesto, quizá en ninguna se sienta mejor que en la de ese sabueso de barrio, noble, introvertido, íntegro y solitario.