La voz del pueblo

ABC 11/09/16
IGNACIO CAMACHO

· No queremos cualquier pacto: queremos «nuestro» pacto. El que implica la cesión o la derrota del adversario

ESA España que este fin de semana busca en el cuché la boda de Rocío Carrasco (yo estuve en la primera, ay, la de «Yerbabuena», y no fue precisamente la de la duquesa de Cornualles) no parece demasiado inquieta por la ausencia de Gobierno. Pero hay que tener cuidado con la voz del pueblo; sobre todo cuando entre la gente cunde la sospecha de que le toman el pelo. En ciertos foros de populismo espontáneo ha prendido la idea de que los diputados no cobren hasta que alumbren una investidura. Aunque esos ciudadanos desconocen lo poco que pintan los parlamentarios ante sus propios dirigentes, esta clase de medidas de cuarto de estar apuntan un hartazgo casero que refuerza el peligroso crecimiento de la demagogia antipolítica.

Porque en la sociedad de la queja hay algo que no va a ocurrir, y es que cada cual asuma sus responsabilidades. Que «la ciudadanía» soberana acepte la antipática evidencia de que el bloqueo es consecuencia de lo que ha votado. Todo el mundo quiere que los políticos, esa casta endogámica, se pongan de acuerdo, pero sólo en el sentido de las tendencias de cada votante. Si a los del PSOE les importase más la estabilidad del Estado que sus propias preferencias biográficas o ideológicas… ¿cuánto tiempo creen que podría sostenerse en su negativa Pedro Sánchez?

Quizá los electores de centro-derecha deberían plantearse con honestidad una pregunta ucrónica pero necesaria: cuál sería su posición en el caso de que la investidura de Zapatero, o del propio Sánchez, hubiera dependido de 85 diputados del PP. ¿Pedirían la abstención de su partido? Pues para los socialistas Rajoy es como ZP para el segmento conservador: invotable. En idéntico sentido cabría interrogarse sobre si ese electorado estaría dispuesto a que la izquierda y el nacionalismo catalán integrasen una alianza antimarianista con tal de que se forme un Gobierno. ¿Anatema, verdad? No, no queremos cualquier pacto: queremos nuestro pacto. El que significa la cesión y a ser posible la derrota del adversario.

Lo fácil es clamar en abstracto contra la repetición electoral, amenazar con la abstención masiva o el voto estrafalario de protesta mientras se ojean las fotos del enlace del año. Sin embargo las encuestas, aun con su poca fiabilidad, apuntan a un resultado bastante similar, como ya ocurrió en junio respecto a diciembre. Esperamos que cambien los demás y nos sacudimos cualquier culpa en el atasco. Y tenemos delante un fastuoso chivo expiatorio: esos políticos egoístas que, en efecto, carecen de generosidad y de compromiso patriótico. Esos holgazanes desaprensivos. Los mismos que desatarían nuestra ira si firmasen pactos contrarios a las convicciones más o menos supuestas por las que los elegimos.

Si realmente estuviésemos hartos, o arrepentidos, esperaríamos con agrado la oportunidad de demostrarlo. En democracia sólo hay un modo, y lo estamos demonizando.