El Correo-GAIZKA FERNÁNDEZ SOLDEVILLA Historiador. Centro para la Memoria de las Víctimas del Terrorismo

El pasado de la mayoría de las víctimas no solo es intachable, sino que a menudo estuvo marcado por el compromiso cívico y democrático. Y como tal hay que recordarlas y homenajearlas

Como de costumbre», declararía la viuda unas horas después, eran las 15.15 cuando le escuchó subir por la escalera. Abrió la puerta del hogar a su marido, pero solo tuvo tiempo de decirle dos palabras: «Vienes mojado». La respuesta fue silenciada por una detonación. El hombre cayó al suelo. Al asomarse, la mujer vio a un joven con una pistola en la mano. Según las diligencias policiales, «logró asir al asesino, forcejeando con él en el descansillo y le hizo dos disparos sin herirla, al mismo tiempo que la dio un empujón que la hizo caer dentro del pasillo de su casa». Desde allí, «vio cómo el agresor, acercándose al cuerpo tendido (…), le hizo tres disparos a bocajarro en la cabeza». Levantándose, la mujer volvió a agarrar las ropas del atacante, quien hizo fuego una vez más, «sin alcanzarla, pero al fin logró desasirse de ella y salió huyendo hacia la calle». A decir de la viuda y de la hija de la víctima, el homicida parecía fuera de sí. La primera señalaría su «mirada de ‘loco’». La segunda, que «la expresión del rostro del agresor no era normal y que estaba pálido y con los ojos con expresión de sobresalto».

En el lugar del suceso la Policía encontró siete casquillos y cuatro proyectiles del calibre 7,65 milímetros. Había un impacto en la puerta y dos en la pared. El informe forense reveló que el cuerpo presentaba cinco heridas de bala, tres de ellas en la cabeza. Había sido una muerte instantánea. La víctima era donostiarra y tenía 59 años. Se llamaba Melitón Manzanas.

La pistola empleada en Irún aquel 2 de agosto de 1968 volvió a aparecer medio año después, en enero de 1969, cuando dos líderes de ETA asaltaron infructuosamente la cárcel de Pamplona, en la que estaba presa la mujer de uno de ellos. El otro era quien portaba el arma del crimen: una Ceska Zbrojovka (conocida como ‘Vzor’), modelo 50, fabricada en Checoslovaquia. Detenido, fue identificado en sendas ruedas de reconocimiento por la viuda y la hija de Manzanas.

La Policía acabó arrestando al resto de los dirigentes de ETA que entre junio y julio de 1968 habían aprobado el asesinato de Manzanas (y de su homólogo de Bilbao, quien se salvó). Eran acusados de ser los autores intelectuales de este delito, además de otros. Fueron juzgados en el proceso de Burgos (diciembre de 1970). Las autoridades pretendían hacer del sumarísimo 31/69 un juicio ejemplarizante, pero los imputados y sus abogados lo convirtieron en una denuncia a la dictadura.

El tribunal militar condenó a muerte a seis de los encausados. Franco decidió conmutarles la pena máxima, pero su gesto llegaba tarde: el prestigio del régimen había quedado seriamente dañado. Elevados a la categoría de héroes del antifranquismo, los presos etarras permanecieron en la cárcel hasta que en 1977, para facilitar la celebración de las primeras elecciones democráticas, el Gobierno de Adolfo Suárez los expulsó al extranjero. No tardaron en volver a España. En octubre de ese mismo año se beneficiaron de la Ley de Amnistía aprobada por las Cortes Constituyentes. En expresión de Santos Juliá, su pasado se echó al olvido, al igual que ocurrió con el de los compañeros de Manzanas. Pese a aquella oportunidad histórica, algunos amnistiados se reengancharon en la banda. Otros retomaron su vida donde la habían dejado. Tampoco faltaron quienes, a un alto precio, se enfrentaron al terrorismo que habían ayudado a crear.

Melitón Manzanas fue la segunda víctima mortal de ETA y la primera vasca. Su figura siempre ha estado rodeada de polémica. Trabajaba en San Sebastián como inspector jefe de la Brigada de Investigación Social, la policía secreta dedicada a perseguir a la oposición a la dictadura. Según bastantes testimonios, participaba en torturas a los detenidos. Fue, consecutivamente, victimario del franquismo y víctima del terrorismo. Como el presidente Carrero Blanco o los miembros de ETA asesinados por los GAL y sus prolegómenos, forma parte de la zona gris, por emplear la expresión de Primo Levi que sirvió de título a la película de Tim Blake Nelson.

Adentrarnos en ella nos obliga a interrogarnos sobre la incómoda memoria de tales víctimas. ¿Que un ser humano sufra una muerte violenta borra –si las tiene– las sombras de su pasado? ¿Esas sombras le excluyen de ser reconocido como víctima? Dichas preguntas pueden abordarse desde distintos puntos de vista: el administrativo, el judicial, el político o el ético, como hizo Galo Bilbao en ‘Jano en medio del terror’ (Bakeaz). Ahora bien, desde la perspectiva del historiador, la respuesta es negativa. Cuando existen pruebas de que un individuo reúne la doble condición de victimario y víctima, el investigador debe dejar constancia de ambas, asumiendo los claroscuros del personaje. No nos referimos aquí a las justificaciones que esgrimen los terroristas ni sus apologetas, siempre espurias, sino a fuentes documentales contrastadas. Solo así, desde el rigor más escrupuloso, elaboraremos un relato sólido, honesto y veraz.

No ocultemos la zona gris, pero tampoco olvidemos que está compuesta por una exigua minoría de casos. De ningún modo son representativos del conjunto. El pasado de la absoluta mayoría de las víctimas no solo es intachable, sino que a menudo estuvo marcado por el compromiso cívico y democrático. Y como tal hay que recordarlas y homenajearlas.