Lamentos de un ciudadano español

EL MUNDO 10/08/16
NICOLÁS REDONDO TERREROS

· El autor lamenta que han prevalecido durante demasiado tiempo las interpretaciones personales, la conveniencia, los intereses religiosos o ideológicos y el ‘yoísmo’ sobre las normas.

LA VICEPRESIDENTA del Gobierno cree, según ha expresado a los medios, que la coherencia personal y la política están a su juicio por encima de la coherencia jurídica, sin darse cuenta que ésta última es la base y define los límites de lo que denomina coherencia política –fuera de las leyes no existe una coherencia política apreciable para el bien común o, en todo caso, inmediatamente se trasforma en una realidad jurídica–. Por otro lado, en una democracia el conflicto entre la entereza moral (coherencia) de una persona y el cuerpo legal (coherencia jurídica) en el ámbito público sólo tiene una solución: el allanamiento de la creencia personal ante el poder de la ley o el cambio de ésta.

Por su parte, y coincidiendo en el tiempo, el líder de Podemos decía que la relación entre Echenique y su cuidador –basada en una economía oculta a las reglas del Estado– era un ejemplo moral para los españoles, sin percatarse de que siendo encomiable el buen ejemplo, a los cargos públicos lo primero y fundamental que se les pide, es el respeto y cumplimiento de las leyes.

Soraya Sáenz de Santamaría y Pablo Iglesias, la primera defendiendo que Rajoy drible la propuesta del Jefe del Estado para la investidura y el segundo defendiendo el comportamiento del pícaro Echenique, nos han recordado con sus declaraciones que existe una forma de entender la política en España tan trasversal como antigua, que une a expresiones de diferentes ideologías y que tiene una fermentación desgraciada en nuestra historia, que consiste en dar un valor secundario, accidental y adjetivo a las leyes .

En España han prevalecido durante demasiado tiempo las interpretaciones personales, la conveniencia, los intereses religiosos o ideológicos y el yoismo sobre las normas. Es buen ejemplo de esta tendencia, que muestra nuestra complicada relación con los esfuerzos continuados que requiere el espacio público, todo nuestro teatro clásico o la universal obra de Miguel de Cervantes. El alcalde de Zalamea, de Calderón, Fuenteovejuna o El mejor alcalde, el rey, de Lope de Vega, son claros ejemplos de cómo los conflictos y los delitos se saldan con arreglo a convenciones morales, con descuido de las leyes y las normas, anomalía ratificada en todas las ocasiones por el rey, entendido siempre como instrumento arbitrario que repone los daños morales y premia la coherencia personal, aunque por mantenerla se hayan de burlar las leyes y convenciones legales. No veremos al rey como la cúspide de un sistema institucional, sino como un poder que premia con discrecionalidad la reacción del pueblo, aunque no sea legal, la entereza moral, a pesar de que se mantenga burlando la ley, o la coherencia del protagonista, aunque se haya mantenido en contradicción flagrante con las instituciones. Y, ¿no es Don Quijote el más brillante y universal ejemplo de la derogación de las leyes por una visión personal del protagonista? No podemos olvidar la novela picaresca, género español por antonomasia, en la que el desprecio por las normas y las leyes se convierte en expresión del arte universal y provoca en personalidades sobresalientes como Marañón el conflicto entre el valor literario y el cívico de estas obras.

El valor cultural de estas grandes obras, que se encuentran entre el reducido catálogo de la producción intelectual más eximia de la cultura occidental, no reduce la averiada forma de entender lo público que hemos tenido los españoles durante una gran parte de nuestra historia. El dominio de la voluntad del individuo o de los míos y de las convenciones morales sobre lo común, sobre el producto de la razón, ha sido característica de nuestra historia, que ha dado grandes e imperecederas obras y nombres a la cultura, pero también ha hecho de nuestra vida pública un vía crucis sinuoso, complejo y violento en algunos pasajes de nuestro pasado.

Esta interpretación de nuestra historia me permite decir, sin exagerar y sin ánimo de agredir a nadie, que los independentistas catalanes son la expresión más excesiva de los aspectos más amargos de la Historia de España. Son el mejor ejemplo de lo que quisimos dejar de ser después de 1978. O, ¿no es fácil ver en el conflicto que plantea la presidenta del Parlamento catalán, Carmen Forcadell, entre parte del Parlament y el Tribunal Constitucional y las leyes (entre las que sobresale la Constitución), un paralelismo con esos personajes de nuestra literatura clásica que esperan conseguir cuanto desean, sin importarles normas o leyes? ¿Se puede ver algo distinto al empoderamiento soberbio de sus deseos por encima de las conveniencias más generales y de la libertad de los que no piensan como lo hacen ellos?; su comportamiento hace honra a nuestras peores tradiciones, y tan arraigadas están en nosotros que precisamente aparecen explosivamente allá donde no quieren ser, de la noche a la mañana, como la historia común les ha hecho.

No es que crea que el pasado se impone de una forma invariable e ineludible; creo que son necesarios grandes y continuados esfuerzos para cambiar las tendencias seculares. Lo primero para conseguir estos cambios es que las élites, los dirigentes, los que tienen posibilidad de influir en la sociedad, reconozcan las inclinaciones negativas de su sociedad y tengan la voluntad de cambiarlas. El orgullo desenfrenado, la coherencia elevada al empoderamiento del yo por encima de la ley, la defensa a ultranza de una forma determinada de ver el mundo, que ayer tuvo una inspiración religiosa y en el siglo XX fue legitimada por determinadas ideologías (algunas de ellas claramente totalitarias), habían seguido dominando la vida pública española hasta la aprobación de la Constitución del 78.

Desde estas bases nunca había sido posible el acuerdo, ni la transacción, ni las cesiones mutuas, al considerarse algo verdaderamente peor que errores… eran claudicaciones, derrotas, sin paliativo ni justificación. Y una vez más hemos vuelto a olvidar que esas tendencias negativas se pueden reprimir, se pueden sustituir, pero no podemos hacer que desaparezcan, siempre están ahí, dispuestas a reaparecer con la fuerza de todas las tensiones reprimidas. La debilidad institucional –el arraigo de las instituciones necesita más de dos décadas o de una generación–, la crisis económica, la corrupción y una tendencia al aislamiento de nuestros políticos, nos han obligado a volver a encontrarnos con nuestros fantasmas del pasado. La incapacidad de los políticos españoles tras el 20-D, originada en la soberbia y el orgullo tribal, nos llevó a otras elecciones el 26-J y pasadas varias semanas, cuando nos encontramos a principios del mes de agosto, es más razonable pensar que estamos más cerca de unos nuevos comicios que den un acuerdo razonable para sacar a España, o más correcto sería decir a los españoles, del atolladero.

DESDE esta perspectiva intelectual no entiendo la posición política establecida con posterioridad al 26-J del PSOE, menos si pretenden ser la alternativa al PP y aún entiendo mucho menos que los oponentes internos de Pedro Sánchez no tengan ninguna alternativa a su estrategia. Al fin y al cabo, ¿si todos piensan del mismo modo, por qué tanto afán en sustituirle? Sólo es razonable pensar en opciones distintas si existen pensamientos distintos; en caso contrario todo se reduce a una despiadada y palaciega guerra de intereses personales que terminan dibujando un escenario en el que abunda la mediocridad cabalgando a lomos de ambiciones desenfrenadas. Tampoco comprendo la falta de perspectiva del candidato mejor posicionado para obtener la presidencia, embarcado en regatearse a él mismo a la vez que al Jefe del Estado y a la Constitución cuando juega con la posibilidad de no presentarse ante el congreso para dar cuenta del éxito o fracaso de sus gestiones para formar gobierno. No me entra en la cabeza que a estas alturas, con muy escasas posibilidades de formar Gobierno, Rajoy no sepa que el futuro próximo, apurado el cáliz de las negociaciones, se inscribe en una disyuntiva tan inevitable como dolorosa y probablemente injusta: o el candidato Rajoy trasciende al PP para formar un Gobierno a la altura de la gravedad de la situación, o el PP trasciende a Rajoy; en caso contrario estaremos cerca de las terceras elecciones o con un gobierno de trámite, obligado a entregar la cuchara a las primeras de cambio.

España no puede depender de personajes que están más preocupados de su supervivencia que de los intereses generales. Los aficionados a la Historia de España hemos visto desde nuestra mocedad páginas de nuestro pasado que nos abochornaban, que nos hacían despreciar la mezcla de negligencia, egoísmo, soberbia e ignorancia de la que hacían gala sus protagonistas y, sin quererlo ni creerlo, estamos asistiendo en la actualidad a un pasaje parecido, sin poder hacer nada, excepto denunciarlo. Los que tienen mi edad poco más o menos, de derechas o de izquierdas, creímos firmemente que la Transición situaba esas páginas dolientes a nuestras espaldas; el coraje ético de Suárez, la capacidad de Felipe González para torcer las expresiones más sectarias de su partido o el compromiso de Aznar de no ser presidente más de dos legislaturas, nos permitía seguir teniendo confianza… Por desgracia, el comportamiento de los líderes actuales nos impone pensar que la historia suele repetirse y en España con forma de drama.

 

Nicolás Redondo Terreros es presidente de la Fundación Libertad y miembro del Consejo Editorial de EL MUNDO.