LUCÍA MÉNDEZ-El Mundo

A falta de actividad legislativa y de reformas reales, los políticos viven pendientes del aplauso o del abucheo del público. La parálisis empieza a pasar factura a los que dirigen el país.

 

Dos de los consultores políticos más célebres de Latinoamérica, Jaime Durán Barba y Santiago Nieto, han publicado sus experiencias en un libro titulado La política en el siglo XXI. Ambos han trabajado para líderes y partidos de distintos países, tanto ganadores como perdedores, y recogen en su obra, editada en España por Debate, las dificultades de la política contemporánea para afrontar la nueva realidad social.

«Los políticos modernos no saben cómo enfrentar la realidad y los líderes posmodernos no saben qué hacer con la política en una época en la que la opinión pública cobró vida propia y es la que crea la realidad, la que señala lo que es más o menos importante». Los autores recogen y analizan en la obra el concepto código rojo, utilizado en América Latina para referirse a una élite dirigente que gira sobre sí misma como el símbolo medieval del uróboro, una serpiente que forma un círculo y se muerde su propia cola.

Los integrantes del código rojo se atacan, se devoran, se alaban, se citan mutuamente y se reproducen en su propia realidad, muchas veces artificial. Cuando sucede algo inesperado, el círculo rojo se sorprende y se asombra, mientras que los ciudadanos lo habían percibido con anterioridad.

Algo parecido está pasando en la política española. El Gobierno y los partidos, encerrados en su código rojo y mordiéndose la cola en el Parlamento, se han visto desbordados por las emociones de distintos colectivos que han irrumpido en las calles. Los partidos han perdido el control de la agenda política, impuesta ahora por acontecimientos inesperados, manifestaciones diversas y reivindicaciones durmientes durante la época más dura de la crisis.

Las manifestaciones de los pensionistas obligaron al presidente del Gobierno a comparecer en el Congreso. Rajoy no ofreció más respuesta que un vago compromiso condicionado a que se aprueben sus Presupuestos. Los padres que han perdido a sus hijos en crímenes espantosos presidieron el Pleno de la prisión permanente revisable.

Desde los tiempos de Rodea el Congreso, no se veía tanta agitación en las calles. Una tensión emocional que ha acabado por contagiar a las direcciones de los partidos y a la misma vida parlamentaria. El código rojo español vive en el asombro y en la improvisación permanente, al albur de lo que digan o hagan colectivos tan distintos como los abuelos que reclaman una pensión digna, o los padres cuyos hijos fueron asesinados, que exigen el mantenimiento de la prisión permanente revisable.

«La esfera afectiva es más importante que la lógico-verbal», sostienen los autores de La política en el siglo XXI. Nada mejor para ilustrar lo certero de este diagnóstico sobre la política actual que el Pleno del Congreso en el que se debatió la proposición para derogar la prisión permanente revisable. Una discusión sobre el Código Penal convertida en pasto de las emociones, con los padres de los asesinados en la tribuna de oradores, convertidos en los protagonistas principales del debate.

El relato sobre cómo y por qué llegó al orden del día del Pleno la propuesta del PNV para derogar la prisión permanente revisable que había dormido el sueño de los justos en la Mesa del Congreso evidencia que los partidos se mueven en el ámbito de las emociones, a falta de actuaciones políticas concretas, de actividad legislativa o de reformas reales. Son las consecuencias de «una legislatura que está muerta», según el diagnóstico generalizado de todos los actores políticos.

Cada uno de ellos se mueve por su propia emoción. El partido Ciudadanos, por el frenesí y la fogosidad de quien se ve ganador en las encuestas. Para no ser acusado de bloquear las iniciativas de la oposición parlamentaria, decidió dar vía libre precisamente a la propuesta para derogar la prisión permanente revisable. A ésa y no a cualquier otra de las que aguardan sobre cuestiones sociales y de política económica.

El PP, movido por la emoción del miedo y la alarma ante la hemorragia de votantes que detectan los sondeos, agarró el clavo ardiendo y se subió a lomos de una corriente ciudadana mayoritaria que exige el máximo castigo penal para los crímenes más brutales que conmocionan al país.

El PSOE, emocionalmente decaído por su estancamiento y débil, por sus divisiones internas, se defiende como puede de la presión ambiental. El terrible asesinato del niño almeriense Gabriel Cruz acabó colándose en el Congreso en una intervención del portavoz socialista que puso los pelos de punta. Todo ello confluyó en los pasillos, donde los portavoces del PSOE y del PP discutieron agriamente, una vez finalizado un Pleno del que hasta sus protagonistas se abochornaron después.

La política española no se sale de la lógica del escenario teatral, en el que se mueven los actores centrados en sus papeles y pendientes del aplauso o los abucheos del público. El público se alza con el protagonismo político cuando la política no ofrece soluciones concretas a los problemas concretos. La parálisis empieza a pasar factura a los que dirigen el país.

Particularmente a PSOE y PP, los partidos tradicionales que creyeron haber sobrevivido a la crisis en las últimas elecciones, al ser el primer y el segundo más votados. La evolución de la opinión pública, sin embargo, parece indicar que quizá su debilidad no haya tocado fondo.

En todos los países europeos –a excepción de Alemania, y con matices– se aprecia un retroceso de los partidos históricos. Han irrumpido distintos movimientos que han acabado con la hegemonía de las formaciones convencionales. El caso de Francia es el más claro. Pero también ha sucedido en Italia y en otros países centroeuropeos.

En España, el resultado de las elecciones de 2015 y 2016 hicieron pensar que el empuje de Ciudadanos y Podemos había sido frenado por PP y PSOE. Dos años después, el escenario ya no parece tan claro. Los estudiosos de la política y también las sensaciones de los que se dedican a ella perciben que el funcionamiento de las formaciones tradicionales ha dejado de ser eficaz para las nuevas necesidades de la representación política de los ciudadanos.

Tal vez, como sostienen los consultores, sus estructuras verticales se han quedado obsoletas para la nueva época de la comunicación horizontal. El público es cada día más exigente y ya no se conforma con cualquier promesa, ni con eslóganes que antaño eran eficaces. El caso más llamativo es el del PP. Sus dirigentes se lamentan de que todos los intentos por desgastar a Ciudadanos, por su inexperiencia y sus contradicciones, están cayendo en saco roto.

El partido de moda en el círculo rojo español ha cambiado radicalmente de criterio sobre la prisión permanente en cuestión de meses y lo ha hecho con total naturalidad. Si hace tres años era Podemos el que estaba «en gracia de Dios» –según la expresión del socialista José María Barreda– y era inmune a los ataques, ahora es Ciudadanos el que ha tomado el relevo de la gracia del Altísimo. También Podemos y su líder, Pablo Iglesias, aprecian una puerta entreabierta para detener su caída en las movilizaciones populares, que, por cierto, fueron las que impulsaron la creación de esta fuerza política.