ABC-JUAN MANUEL DE PRADA

En el intento de oscurecer el sentido más puro de ciertas palabras hay (aunque los furiosos o posesos no lo sepan) odio teológico

MUCHOS lectores y amigos queridos me preguntan por qué razón me inmolo, defendiendo el concepto genuino de «nación», que mucha gente obcecada ya no puede comprender, intoxicada por las distorsiones modernas. A ellos dedico este artículo.

La misión de un escritor es, como nos enseña Mallarmé en su célebre poema ante la tumba de Poe, «dar sentido más puro a las palabras de la tribu». Cuando dejamos que ese sentido puro sea oscurecido hemos brindado la victoria al enemigo. Cuando era niño, me sorprendía mucho que los curas cursis llamasen a las hostias «pan eucarístico», «formas consagradas» y otras expresiones relamidas, dejando que los enemigos de la fe impusieran entretanto la acepción malsonante. Así, con el paso del tiempo, se ha llegado a enfangar por completo el sentido originario de esta hermosa palabra, hasta el extremo de que hoy ya casi ningún católico la usa sin rubor, aunque en ella se cifre la naturaleza sacrificial y milagrosa de la misa y, por lo tanto, el corazón mismo de la fe católica. Algo semejante ocurre con el término «nación», que durante siglos aludió a los pueblos ligados por tradiciones propias, por una lengua y literatura propias, por leyes e instituciones propias, que en un largo y providencial proceso histórico se fundieron, gracias a la amalgama de una fe común. Esta España entendida como «nación de naciones» varias y hermanas (a la que nuestros clásicos, empezando por Cervantes, tantas veces llaman «las Españas») que se acogen a una común paternidad divina, es la España (hoy reducida a escombros) en la que me reconozco; pero también –como nos han recordado pensadores como Menéndez Pelayo o Unamuno– la única España posible. Pues, como nos enseña Chesterton, cuando se pierde la idea de aquel cristianismo que dio lugar a las naciones, se acaba perdiendo la conciencia nacional.

A perder esa idea y esa conciencia contribuyó enormemente, desde luego, el concepto liberal de nación, que adulteró el sentido originario de la palabra, inyectándole el veneno de la soberanía y la autodeterminación. Este veneno disolvió la amalgama que hasta entonces había garantizado la unidad de aquella vieja nación de naciones, mandando a Dios al cuarto trastero; y los hombres endiosados (autodeterminados) necesitaron desde entonces, para ser nación, constituirse como Estado. Este veneno es el que alimenta los postulados del independentismo, que no concibe la existencia de naciones sin Estado, porque considera que toda nación que se precie debe proclamarse soberana y autodeterminarse. Este veneno, en fin, ha desbaratado España, cuyas naciones desde entonces ya sólo pueden permanecer malamente pegadas mediante lo que Unamuno llama la liga aparente de los intereses (o sea, mediante conveniencias coyunturales y pasajeras), porque la amalgama que las mantenía auténticamente unidas ha sido corroída y suplantada.

Me siento muy orgulloso de haber puesto sobre el tapete el sentido genuino de la palabra nación, asumiendo la encomienda de Mallarmé. Y me ha resultado instructivo y paradójico que sean los paladines del concepto venenoso de nación que ha arruinado la unidad histórica de España quienes han reaccionado como posesos. Como nos enseña Cernuda, hay insultos que son «formas amargas del elogio»; y no hay insulto más honroso que el de quienes están imbuidos de odio teológico. Pues en el intento de oscurecer el sentido más puro de ciertas palabras hay (aunque los furiosos o posesos no lo sepan) odio teológico. Y no hay mayor bienaventuranza que ser insultado, perseguido y calumniado por causa de quien quiso que España se constituyese como una nación de naciones. Por esa razón me inmolo.