FRANCISCO SOSA WAGNER-EL MUNDO

El autor analiza cómo Pekín se está conectando con toda la cuenca mediterránea. Y lamenta que mientras China se mueve enlazando economías y proyectos espectaculares, Europa se encierra en sí misma.

COMPRENDER las fuerzas que están empujando el cambio en el mundo es el primer paso para afrontar las transformaciones que se avecinan pues es una ilusión creer que puedan detenerse o retrasarse. En este sentido, las nuevas rutas de la seda, su instalación y su expansión en el espacio de la geopolítica mundial van a conformar el futuro para lo bueno que nos pueda pasar y también para lo malo que nos ha de afligir.

Más o menos con estas palabras acaba el libro de Peter Frankopan, profesor inglés, Las nuevas rutas de la seda, del que existen ya ediciones en varios idiomas, la alemana de la editorial Rowohlt es la que yo he leído. Una exposición documentada que, como suele ocurrir, aclara y también embarulla interrogantes pero sobre todo suscita otros bien jugosos.

Estamos viviendo –nos cuenta el autor– un vuelco parecido al que se produjo con el viaje de Colón o la expedición de Vasco de Gama, hazañas que supusieron para el Occidente europeo colocarse, por primera vez en su historia, en el centro de las rutas comerciales del mundo. Ahora pasa algo similar pero de modo distinto porque Asia y las rutas de la seda crecen pero no de forma aislada respecto de Occidente sino en competencia directa con él ya que el desarrollo asiático está íntimamente ligado a las complejas economías de Estados Unidos, de Europa y de otras zonas del planeta. De manera que, en principio, el éxito de una parte del mundo no tiene por qué hacerse a costa del otro: «Que el sol se alce en Oriente no quiere decir que se ponga en Occidente. Al menos no de momento».

Lo que llama la atención ante el nuevo panorama son las distintas reacciones. Mientras para unos este cambio despierta ilusiones y esperanzas, para otros no suscita sino miedo y, además, de tal naturaleza, que los países, en su interior, en sus intimidades seculares, se desgarran y dividen, lo que es muestra de una crisis que se explica por la preocupación que causa el alcance de las novedades o, dicho en otros términos, el desconocimiento del destino del viaje emprendido. Y, en esta dirección, se inscriben las políticas extravagantes de Trump, el crecimiento de los populismos y extremismos en Europa, la tormentosa salida del Reino Unido de la Unión Europea y, añado desde España, el enfermizo nacionalismo/separatismo de Cataluña y el País Vasco. Se genera así, en este mundo frágil en el que vivimos, una habilidad especial para estar pendientes, y aun absorbidos, por problemas menores mientras las grandes decisiones acerca del futuro se ignoran o apenas comparecen en el debate público.

Pero ¿cuáles son esas rutas de la seda? ¿por dónde transitan? ¿cuáles son sus trayectorias? Al igual que ocurrió con las del pasado tampoco ahora existen criterios específicos para fijarlas geográficamente ni precisar qué países concretos se incluyen en ellas. Diríamos que no se dejan atrapar por la tiranía de los mapas. Como aproximación puede decirse que, en proyectos en los que está presente el Banco Chino de Desarrollo, se incluyen 80 países, entre los que se encuentran las repúblicas centrales de Asia, los países del sur y este de Asia, el cercano y el medio Oriente, pero también Estados de África y de la América hispana. Se calcula que más de 4.000 millones de ciudadanos viven a lo largo de estas nacientes rutas entre China y la cuenca del mediterráneo, o sea, el 63% de la población mundial con un producto interior bruto colectivo de 21 billones de dólares. He citado África y Latinoamérica pero también en España, en Italia o en Bélgica existen ya terminales de carga en sus puertos más relevantes que forman parte de estas estrategias mundiales. Y sabemos que en 2016 una gran empresa china tomó el control nada menos que del simbólico puerto griego del Pireo.

Los sectores económicos que no escapan a la mirada de Argos de los estrategas asiáticos son preferentemente las infraestructuras del transporte y las energéticas, las líneas ferroviarias, el fomento del comercio de bienes y servicios, la movilidad de las personas, la renovación de los puestos fronterizos y la agilización de trámites para las mercancías, la alta velocidad, la inteligencia artificial, la nanotecnología, las ciudades inteligentes… Por poner un ejemplo, el corredor económico entre China y Pakistán con inversiones gigantescas, entre ellas nuevas carreteras, centrales eléctricas y la ampliación de un puerto de aguas profundas en Gwadar (provincia de Baluchistán), espacio geográfico éste de singular importancia petrolera. Se trata de un ejemplo entre centenares.

En ellos China juega un papel determinante. «De la misma manera que en el pasado podía decirse que todos los caminos conducían a Roma, hoy ha de decirse que todos los caminos conducen a China. Estamos en el siglo de China», afirma de forma contundente Frankopan. Los esfuerzos de cooperación que China ha tejido con las repúblicas asiáticas y también con Estados africanos o de América son una muestra de tenacidad diplomática y de sabia paciencia. Los dirigentes chinos enfatizan con frecuencia en sus discursos el hecho de que personas de distintas razas, de culturas y creencias muy diferentes se esfuercen por trabajar en favor del desarrollo y de la paz. La misma Hillary Clinton, en su etapa al frente de las relaciones exteriores de Estados Unidos, evocó como un ejemplo a seguir en la actualidad un pasado en el que las distintas regiones de Asia estuvieron comunicadas por redes comerciales potentes y activas.

Pero, ay, no es todo oro lo que reluce. Porque existen enfrentamientos sensibles entre los Estados, corrupción en muchos de los gigantescos negocios con el consiguiente enriquecimiento de las élites locales, despilfarro y excentricidades, ausencia de lógica en algunas inversiones, violaciones flagrantes a la disciplina medioambiental, preferencia de las empresas chinas a la hora de ejecutar los grandes proyectos y un reguero de deuda pública en los Estados afectados cuya cancelación es un enigma. En relación con África, por ejemplo, China proyecta grandes sombras y lo que se pide en muchos foros es que China se abra a África como África se abre a China.

Y, sobre todo, es verdad que en Asia se está edificando un nuevo mundo pero este mundo – y ello no es menos verdad– no es libre. Éste es un aspecto central de un discurso –político en su esencia– y que Frankopan no subraya adecuadamente sobre todo si se tiene en cuenta que presta atención a las palabras –alarmantes– de uno de los intelectuales chinos más respetados, Jiang Shigong, quien defiende que no se trata de recuperar la historia ni tampoco de construir una nueva economía o una nueva política sino de recrear una formación política que ha de conducir al fortalecimiento de la civilización china, obligada a extenderse y penetrar en muchos rincones del planeta.

A UN BUENconocedor de la geopolítica, el ex ministro alemán de Asuntos exteriores Sigmar Gabriel, se debe la observación (2018) de que «China aparece ahora como el único país con una verdadera geoestrategia global y está en su derecho, lo malo es que desde Occidente y desde Europa carecemos de planes e ideas globales…».

Análisis acertado porque mientras China se mueve tratando de enlazar economías y proyectos espectaculares, Europa se encierra en sí misma, reconstruye fronteras, y muchos de sus políticos expresan, como un objetivo meritorio, el de «reconquistar la soberanía sobre sus territorios». Es el soberanismo que nosotros padecemos. La salida del Reino Unido propiciada por unos fantoches de la política es el ejemplo lamentable por desmedido pero ahí están también los que proporcionan fuerzas políticas de Alemania, de Polonia, de Hungría así como los movimientos secesionistas de Escocia y Cataluña (que Frankopan cita expresamente).

Todo este despiste histórico es bien aprovechado por China que ha creado foros de discusión entre Pekín y países europeos como los bálticos, Bulgaria, Croacia, Hungría, Polonia más Albania, Bosnia y Herzegovina, Montenegro, Macedonia y Serbia. Hay una común sensación de que el mundo mira a Oriente y hay una común sensación de que Europa tartamudea.

Esta perspectiva es la que nos debe llenar de preocupación porque, si es verdad incontestable que Occidente ya no dicta la agenda del planeta, es urgente que entienda que ya no basta con crear el mercado único y abatir las aduanas. Ha de asegurar sus fronteras, organizar su defensa, edificar una industria europea, desarrollar la ciberseguridad… Pero, además, y esto es lo determinante frente a la gran zalamería china, deberá defender los valores democráticos y emitir una luz potente –no claudicante– desde el faro de la democracia liberal y del Estado de derecho. Los pertrechos que nos dignifican como seres humanos y que no figuran en la agenda china.

¿Y España? Ah, España, nosotros estamos con la momia de Franco y los títulos nobiliarios otorgados por aquel señor y además llamando Gobierno de progreso a los que se tejen con los hilos, a veces sangrientos, de los separatistas.

Francisco Sosa Wagner es catedrático universitario y escritor. Su último libro se titula Novela ácida universitaria. Aventuras, donaires y pendencias en los claustros (editorial Funambulista, 2019).