EL 6 DE JUNIO, cuando nos empezábamos a poner esa ropa de verano que ahora vuelve al altillo, el Rey propuso a Pedro Sánchez como candidato a la investidura. Le faltaban unos cincuenta escaños para la mayoría absoluta, pero había sido la fuerza más votada en las elecciones, decía sentirse legitimado para formar gobierno y tenía dos vías posibles para obtener los apoyos que le faltaban. La más clara era formar una coalición con Podemos, partido al que el propio Sánchez había proclamado su socio preferente y con quien ya gobernaba en varias autonomías (siempre en solícito acuerdo con cualquier nacionalista que hubiera a mano). La otra vía era hacer una oferta a Ciudadanos y/o al PP que los animara a abandonar su rechazo a la investidura. Podía ofrecer una gran coalición (como la que Rajoy propuso en 2016 al propio Sánchez) o un pacto programático. El caso es que Sánchez aceptó el encargo del Rey y, después, se negó a transitar por ninguna de las dos vías. Se escabulló todo lo que pudo de la coalición con Podemos y, cuando este rechazó su propuesta –tan chapuceramente negociada–, se negó no ya a ampliarla sino hasta a volver a ponerla sobre la mesa. Por el otro flanco, en lugar de hacer una oferta lanzó a su aparato propagandístico contra Cs mientras guiñaba el ojo a Casado: nos vemos en el rebipartidismo. Aunque la obligación de conseguir apoyos seguía siendo de quien pretendía ser investido, el que se acabó moviendo fue Rivera: propuso abstenerse a cambio de tres condiciones razonables. El PSOE se hizo el distraído, murmuró que se estaba quedando sin cobertura. Antes de que las contradicciones de su posición se hicieran aún más evidentes, Sánchez dejó claro que no intentaría otra investidura. Escasos minutos después, decía a los ciudadanos que «lo he intentado por todos los medios, pero nos lo han hecho imposible».

El objetivo socialista es diáfano: que las nuevas urnas tapen las vergüenzas de estos meses mareando la perdiz y contribuyendo al bloqueo que dicen lamentar. Y, de forma más general, que esas nuevas urnas legitimen de una vez la aventura sanchista. Que escondan bajo un rico encaje de escaños todas las claudicaciones morales e intelectuales que ha supuesto la época de Sánchez al frente del PSOE. Que los ciudadanos se convenzan, al fin, de que cuando le miran no están viendo la desnudez de su oportunismo embustero, sino el traje imponente de un gran estadista. Solo hay un problema: las urnas son transparentes.