JOSÉ MANUEL GARCÍA-MARGALLO-EL MUNDO
Recurriendo a la Historia, el autor afirma que la crisis exige un Gobierno en el que los partidos coaligados sean constitucionalistas y medianamente homogéneos.
«¿QUÉ TE parece el gobierno de coalición entre el PSOE y Podemos?», me acaba de preguntar un eurodiputado extranjero. «La peor de las soluciones posibles». Desde que las elecciones de 2015 certificaron la defunción del bipartidismo, vengo advirtiendo que solo habrá gobiernos fuertes si son gobiernos de coalición. Añado ahora: para afrontar una crisis institucional, territorial y social como la que está viviendo España, los partidos coaligados deben ser partidos netamente constitucionalistas y medianamente homogéneos. Lo decía con acierto Walter Lippman: «No hay necesidad mayor para quienes viven en comunidad que la de ser gobernados, autogobernados si es posible; bien gobernados si tienen esa suerte. Pero como sea, gobernados».

Los españoles no vamos a tener la suerte de ser bien gobernados o siquiera gobernados, porque Pedro Sánchez ha perdido tres escaños, 763.000 votos, 31 senadores; ha conseguido fortalecer a los separatistas y dar un altavoz a Vox. Sin duda Sánchez hoydebe tener un sueño tan profundo que le permite dormir con Pablo Iglesias que, con menos votos, no tiene vetos; arroparse con Más País, PNV, BNG,buscar a Teruel Existe y hacer arrumacos a los independentistas para conseguir su abstención. Ya tenemos un gobierno «progresista» con resabios caribeños, una postura poco clara entorno a Cataluña y marcado por los anticapitalistas.»¡No es esto, no es esto!», que diría Ortega.

Cataluña es la cuestión más importante que tenemos entre manos. Una revuelta callejera se acaba por controlar, una crisis económica se acaba por superar, pero la ruptura de la Nación es por definición irreversible. Los secesionistas creen que los cambios demográficos les permitirán conseguir una mayoría abultada en cualquier tipo de elección (autonómica o nacional) y que entonces la situación será irreversible.Y eso es exactamente lo que nos espera si no actuamos con rapidez y contundencia y si no repasamos las lecciones de la historia.

La primera la recuerda Cambó: «Un alzamiento separatista catalán podría escoger para producirse (…) el momento en que España se debatiese con graves dificultades interiores, o que estuviese comprometida en un conflicto exterior». (Por la concordia, 1927). En 1640, Pau Claris se subleva con la Hacienda exhausta, nuestras tropas se baten en retirada en Francia y sublevan Portugal y Andalucía. En 1898, La Veu de Catalunya llama a los catalanes a romper las amarras con España, cuando todavía estamos peleando en Cuba, Filipinas y Puerto Rico. En 1931, Francesc Macià proclama el Estat Català cuando en Madrid se acaba de proclamar la República. En 1934 Lluís Companys repite la jugada cuando Asturias y el País Vasco están en llamas. Conclusión: nada ayudará más a los secesionistas que un Gobierno de socialistas y podemitas tolerado por los secesionistas, siempre dispuestos a atornillar a Sánchez(Rufián dixit).

Segunda lección: la cuestión catalana siempre acaba transcendiendo nuestras fronteras porque no se es independiente porque uno diga que lo es; se es independiente cuando otros te reconocen como tal. Y ese reconocimiento es el que busca el Diplocat. La internacionalización del conflicto es una constante en nuestra historia. En 1640, año al que me he referido antes, Pau Claris se coloca bajo el protectorado de Luis XIII de Francia, mucho más centralista que Olivares. La aventura se saldó con la pérdida del Rosellón y la Cerdaña, y la derogación de los Usatges. En 1919, una delegación nacionalista se desplaza a Versalles para pedir el amparo del presidente Wilson, que ni siquiera los recibió. Ya en la época contemporánea, los sucesivos gobiernos se han empecinado en ignorar la variante internacional del procés. Sólo un Gobierno constitucionalista puede hacer valer las razones de España y frenar la ofensiva separatista en el exterior.

Tercera lección: los procesos secesionistas los alumbran los burgueses, pero los capitalizan los movimientos de izquierda. Pau Claris, un clérigo procedente de la burguesía, es el que inicia la rebelión de 1640 pero se ve desbordado por el pueblo llano –los segadors– que acaba dirigiendo el movimiento; la Lliga de Prat y Cambó fue tan ninguneada por la ERC de Macià y Companys que algunos de sus dirigentes no dudaron en ayudar financieramente a los franquistas. Ahora las cosas no son diferentes: Pujol pone en marcha el proceso de construcción nacional y Mas empieza a construir estructuras de Estado, pero hoy quien manda el Ayuntamiento de Barcelona es Ada Colau y Junqueras está a punto de poder gobernar la Generalitat con mando a distancia.

Tras Cataluña, la economía. Algunos creen que las tensiones geopolíticas (conflicto China-USA, Brexit e Irán) distorsionarán el comercio internacional, dislocarán las cadenas de producción y deprimirán la economía mundial. Otros, menos pesimistas, creen que estamos en vísperas de una desaceleración a la japonesa con crecimiento, inflación e intereses bajos, pero con un desempleo mucho más elevado que allí. Cualquiera que sea el escenario, si no hacemos nada, seguiremos perdiendo competitividad y alimentando el déficit de futuro en el que crecen los populismos de izquierdas y de derechas.

Y así, las cosas ¿Qué hacer? Vuelvo a la historia. Los españoles reaccionaron a la pérdida de los últimos territorios de ultramar de dos formas: los nacionalistas apuestan por irse de una España que consideran acabada; los regeneracionistas, por volcarse sobre una España sin pulso para sacarla a flote. Hoy, pasa lo mismo: los separatistas y los podemitas creen que ha llegado la hora de irse de casa o, al menos, de abrir la puerta para que se vaya el que quiera. Lo que España necesita es una profunda regeneración que empiece por la reforma de la Constitución, con tres ideas muy claras: recuperar una idea de España que se ha ido difuminando con el tiempo; actualizar el catálogo de derechos y libertades, y consolidar el Estado de las autonomías corrigiendo los defectos de diseño y de funcionamiento que el tiempo ha ido poniendo de manifiesto. Esta reforma debe ir acompañada de un proceso con cuestiones pendientes: el régimen electoral, la educación, la Justicia, el sistema tributario, etc. Una segunda transición.

«¿QUIÉN PUEDE liderar el proceso? Parece evidente, que esta tarea no puede ser abordada por un gobierno presidido por Pedro Sánchez y formado –o apoyado– por quienes quieren destruir España o sueñan con importar un modelo bolivariano fracasado. Es obvio que Casado no puede abstenerse para evitar que se eche en brazos de podemitas o separatistas, porque una vez en Moncloa entonces no lo sacamos ni con agua benditapor más que se pliegue al dictat de Pablo Iglesias o a las exigencias de Junqueras. ¿No nosculparían entonces nuestros votantes de ingenuidad cuasi delictiva?

En cualquier caso es agua pasada, porque Sánchez ni siquiera se ha puesto en contacto con los partidos constitucionalistas. Se equivoca al no contar con ellos. Llevo los suficientes años en política para saber que la regeneración que España necesita solo es posible si se respetan las premisas que facilitaron la primera Transición: respeto absoluto a la ley, consenso de todos los partidos constitucionalistas y la delimitación previa de lo que se quiere reformar y lo que no se debe tocar. Concluida esta segunda transición, sería cuestión de disolver las Cortes y volver a la competición partidista, que debe ser la regla en periodos de normalidad, pero no en los constituyentes.

Tal como están las cosas, solo me queda recordarle a Sánchez la escena de Don Juan Tenorio y la estatua: «¿Y ese reloj? Es la medida de tu tiempo. ¿Expira ya? Si (…) ¿Y esos me quedan no más? (…) Don Juan,un punto de contrición da a un alma la salvación». Como dicen los castizos, debería hacérselo mirar. Que lecciones nos da la historia.

José Manuel García-Margallo y Marfil, ex ministro de Asuntos Exteriores, es eurodiputado del PP.