JON JUARISTI-ABC

El español no es sólo la lengua del Estado. Es la única lengua nacional de España

LA nación histórica española se forjó en la lucha contra el islam. A pesar de su división en reinos distintos, antes del año 1000 Españaa era ya una nación según los criterios suficientes para reconocer la existencia de una comunidad de ese tipo: una religó³n común, una horizontalidad social (sin divisiones sociales extremas que impliquen incomunicación cultural entre los distintos estamentos), una lengua común o, en su defecto, un lenguaje cultural, icónico y simbólico compartido, y, finalmente, un texto escrito, un libro con el que todos los miembros de la comunidad se identifiquen. Este modelo se basa en la primera comunidad nacional que la tradición cristiana admitía como tal desde la Baja Antigüedad: el pueblo de Israel del Antiguo Testamento. El medievalista Adrian Hastings sostiene que, según dicho criterio, Inglaterra, a pesar de carecer de unidad política, era ya una nación histórica antes de la invasión normanda (por la extensión de la lengua anglosajona, la debilidad del feudalismo y la influencia de la Historia de Beda el Venerable, escrita en latín). En España, dos siglos después de la invasión musulmana, los reinos cristianos, cuya ininterrumpida expansión guerrera dificultaba la estratificación feudal, poseía un estilo cultural común, el mozárabe, y un libro, también latino, copiado y adoptado en todos los reinos como vector colectivo del proyecto de reconquista, los Comentarios al Apocalipsis de Beato de Liébana.

Por supuesto, una nación histórica no es todavía un nación en el sentido político. España llegó a serlo siglos después de que las dos monarquías ibéricas más importantes alcanzasen su unidad dinástica con los Reyes Católicos, y tras la fase de agregación imperial. Aunque ya en el XVIII la nueva dinastía borbónica intentó incorporarse al nuevo orden de comunidades políticas, no fue hasta la guerra contra Napoleón cuando apareció la nación política española, es decir, la nación liberal que se dio a sí­ misma la Constitución de Cádiz.

La nación liberal, la primera comunidad polí­tica española de ciudadanos libres, se formó en y a través del castellano, que como lengua de relación, verdadera koiné o lengua común en todo el ámbito de la España peninsular e insular y en la América hispana, era la única que podía garantizar, en la práctica, la igualdad de los españoles ante la ley. El antiliberalismo, la resistencia armada a la soberanía nacional, recurrió a las lenguas particulares, al vasco y al catalán. En España la revolución liberal hablaba en castellano, y la reacción absolutista exaltaba el vascuence y el catalán como preservativos contra las ideas disolventes nacidas en el Cádiz de las Cortes. Nada tiene de extraño que los separatistas hayan seguido utilizando hasta nuestros das las lenguas regionales para minar la unidad nacional. De la reclamación de cooficialidad, que la Constitución de 1978 y los Estatutos de Autonomía de ella emanados les concedieron, pasaron en poco tiempo a la inmersión lingüística obligatoria y a la exclusión del castellano en la enseñanza pública, requisitos indispensables para un adoctrinamiento secesionista y virulentamente antiespañol.

 

De la hipócrita reclamación de un bilingüismo que el régimen franquista ya toleraba ampliamente desde los años cincuenta del pasado siglo, el nacionalismo vasco y el nacionalismo catalán pasaron, en sus respectivos feudos autonómicos, a la fase de la discriminación positiva de las llamadas «lenguas propias» en todos los ámbitos de la vida pública, y de ahí­, directamente, a la exclusión y a la persecución de la «lengua del Estado», es decir, de la lengua materna de la inmensa mayorí­a de los españoles.