Ley o leyenda

EL MUNDO 10/10/16

CAYETANA ÁLVAREZ DE TOLEDO

El pasado 16 de agosto abandoné la playa y regresé a Madrid para denunciar, en nombre de Libres e Iguales, a la presidenta del Parlamento catalán ante la Fiscalía General del Estado. Un funcionario amable y escéptico me oyó decir: «Ante el alarde antidemocrático, la acción democrática». Cogió la denuncia, le estampó un sello y la guardó: «No sé cuánto tardarán en contestar. Ya sabe. Es verano». Claro, claro. Baden, Baden.

La respuesta llegó con la rentré y es sintácticamente pavorosa y jurídicamente esquiva: «La Fiscalía está, consiguientemente, y en relación directa con los hechos denunciados por usted, a la espera de ser notificada de la resolución que el Tribunal Constitucional adopte al respecto, por lo que será en dicho momento cuando se adopten las oportunas decisiones en relación con el ejercicio de acciones penales y en relación con la denuncia presentada». Por traducir: la pelota está en el tejado del TC, digan lo que digan ustedes y el artículo 124.1 de la Constitución. Pero la pelota era una patata y ardía.

La decisión del TC de devolver a la Fiscalía la responsabilidad sobre el futuro penal de Carme Forcadell demuestra dos cosas: que Libres e Iguales, modesta patera patriótica, tenía razón. Y que el Estado español –cada una de sus partes– necesita una cura radical de autoestima. Un baño de colombiana convicción democrática. Como se ha visto, no había ningún mandato legal que obligara a la Fiscalía a esperar. Lo que el Constitucional ha hecho ahora —la deducción de testimonio a la Fiscalía para que «si lo estima pertinente ejerza las acciones que correspondan ante el tribunal competente»– equivale a una simple notificación. Con un detalle de vodevil: la información sobre Forcadell que el TC ha remitido a la Fiscalía es la misma que la Fiscalía remitió hace casi dos meses al TC, incluida la denuncia de Libres e Iguales.

No, no hacía falta esperar. Y desde luego, no hacía falta la reforma del TC, cuya naturaleza ha quedado expuesta para escarnio institucional: prescindible, chapucera, electoralista y algo más. Destinada a diluir la responsabilidad del Gobierno en los desvaríos catalanes, del 9-N en adelante.

Hagamos memoria.
El 1 de septiembre de 2015, Xavier García Albiol–flamante líder del PP catalán y candidato a las elecciones del 27-S– se plantó en el Congreso y anunció una reforma exprés y decisiva del TC. Por fin, el supremo intérprete de la Constitución podría multar e incluso inhabilitar a cualquier cargo público que osara desobedecer sus órdenes. Nunca más padeceríamos un 9-N. «Se acabó la broma», sentenció Albiol. Pero la broma no había hecho más que empezar.

El TC no había reclamado los poderes coercitivos que, sin consulta previa, le endosó el PP. Y, teniéndolos, no los ha querido ejercer. Desde el pasado noviembre –cuando los separatistas, amparados por Forcadell, iniciaron el proceso de desconexión de Cataluña– los magistrados han ido llorando su incomodidad por las esquinas. Sobre todo, de La Vanguardia. Recuperen la crónica de José María Brunet sobre la reciente conferencia del presidente del TC en Murcia. Título en portada: «El presidente del TC aboga por una reforma de la Constitución». Subtítulo: «De los Cobos admite el derecho a decidir como reivindicación política». Sumario: «La conferencia refleja la incomodidad del TC como árbitro constante de la tensión territorial». La palabra incomodidad reaparece como el mantra de un Estado incómodo consigo mismo. Mal dans sa peau. Y en este caso no son cosas de Godó. Cataluña se le ha hecho bola al Constitucional. Y como una bola ha sido devuelta a la Fiscalía, que es como decir al Gobierno.

Si la Fiscalía fuera consecuente con su relato, replicaría: «Ah, no, no. Que esta cruz la cargue el TC, que para eso se cambió la ley». Se cerraría así el círculo de la irresponsabilidad que lastra la acción del Estado desde el 9-N. De aquella abdicación, todas las siguientes.

Hagamos más memoria.
La consulta del 9-N –con sus urnas, su recuento y su fanfarria mediática– tuvo lugar porque el presidente Rajoy no quiso impedirla. El jueves 6, el entonces fiscal general, Eduardo Torres-Dulce, transmitió al Gobierno su intención de querellarse contra Mas & Co. La respuesta fue: «Nuestra opinión es negativa». Hasta el sábado, el Gobierno se dedicó a las turbias negociaciones clandestinas –ya entonces detalladas por Francesc Homs a su entorno– y la averiada pedagogía del pragmatismo: «No vayamos a incendiar Cataluña». El sábado, ante el espectáculo de la ilegalidad en marcha, el Gobierno entró en pánico. Pero ya era tarde. Para paralizar las urnas y para mandar al Fiscal. De la sugerencia de no intervenir, se pasó a la petición de intervenir, que luego se volvió a rectificar, para desembocar en una histérica exigencia de intervención inmediata… hasta la dimisión de Torres-Dulce.

Y la llaman Brigada Aranzadi. Es el ejército de Pancho Villa, unidad parapolicial incluida. Y el separatismo lo sabe. Tras conocer la resolución del TC, Forcadell proclamó: «Volvería a hacer lo mismo». Y lo demostró: un Parlamento regional de un Estado democrático europeo ha podido aprobar un referéndum de secesión unilateral, ilegal y vinculante para septiembre de 2017. Como un eco, llegó la voz de la vicepresidenta, Sáenz de Santamaría: «La respuesta del Estado volverá a ser la misma». Por favor, no.

Hace unos días, paseaba por ese deslumbrante y paradójico escaparate posmo-cosmo-indepe en que se ha convertido Barcelona y, de manera casi instintiva, me dirigí hacia la denostada estatua de Cristóbal Colón. Envuelta en gaviotas, turistas y mástiles, me pareció el símbolo de una España olvidada: la de la libertad, la apertura y la civilización. La que levantó ciudades y bibliotecas en la selva. La que en Salamanca impulsó un debate pionero y conmovedor sobre los derechos de los indios. La que se reunió en Cádiz bajo un presidente catalán para convertir a los «españoles de ambos hemisferios» en ciudadanos de una nación libre. La que en la Transición se abrazó y abrazó la modernidad democrática. La leyenda negra nunca tuvo base en la realidad. Era eso, una leyenda. Una construcción de los adversarios de España que los españoles, más complejo que orgullo, asumieron como propia. Los propagandistas de esa leyenda son hoy los nacionalistas. Y sus involuntarios valedores, los vacilantes guardianes del Estado constitucional.