ABC-JON JUARISTI

Viejas lecturas para un verano que parece antiguo

VOY de librerías de viejo por Bruselas con mi maestro Juan Pablo Fusi. En Evasions, Rue du Midi 89, a un centenar de metros de la Grand Place, encuentro –¡por un euro!– un ejemplar en muy buen estado de la edición española de Ramuncho, de Pierre Loti, por Thomas Nelson and Sons. Una casa editorial curiosa, fundada en Edimburgo en 1798 y unida por fuertes vínculos a la iglesia presbiteriana escocesa. Antes de convertirse en uno de los mayores grupos editoriales globalizados, la editorial Nelson, durante su fase británica, publicó libros religiosos pero también de literatura popular en diversas lenguas (entre ellas, el español). De pequeño formato, con primorosa encuadernación en azul, se distinguían por su N mayúscula impresa en el lomo, en el centro de una guirnalda, que imitaba, desafiándolo, el sello de Napoleón I (y del coñac Napoleon). Tengo alguna de sus ediciones españolas, como la de La ciudad de la niebla, de Pío Baroja. Tampoco en esta de Ramuncho figura el año de edición, aunque sí una profusa enumeración de las ciudades donde ya se había instalado la editorial. Junto a Edimburgo, aparecen Londres, Mánchester, Dublín, Leeds, Melburne, Leipzig y Nueva York, aunque se responsabiliza de la publicación la sucursal de París.

Lo que tiene sentido, porque Loti era francés y escribió en francés su Ramuncho, si bien plegándose en la ortografía del héroe epónimo a la norma del eusquera vascofrancés, Ramuntcho, y no

Ramuntxo, como lo habrían escrito los vascólogos de España. Cuando lo publicó, en 1895, Loti ya se había establecido en Hendaya y dedicado su tercera novela marítima, Matelot, a la tatarabuela del Rey, María Cristina de Habsburgo, de la que estaba perdidamente enamorado.

Lo más chocante de la edición de Ramuncho por Nelson es que, sin mencionar el nombre del truchimán, afirma ser traducción de la nonagésimoquinta edición francesa. Parece una burrada, pero acaso sea verdad. La edición parisina que poseo de Calmann Lévy, de 1897 (regalo de mi amiga Alicia Delibes), era ya la decimoséptima. Lo que quiere decir que la burguesía francesa se hinchó a leer esta novelita vasca de Loti mientras los tribunales despellejaban al pobre capitán Alfred Dreyfus y las calles hervían con las grandes manifestaciones patrióticas que exigían «muerte a los judíos».

Digo «novelita vasca», pero ahí los novelistas vascos discrepan. Para Baroja era demasiado blanda, mortecina. Luis Martín Santos, en cambio, la encontraba vasquísima. Eso de que la novia del protagonista se meta monja y él, pelotari y contrabandista, en vez de raptarla, como habría hecho cualquier espadachín español del Siglo de Oro, se resigne y emigre a América, sólo es verosímil si de vascos se trata, decía Martín Santos, que, como además era psiquiatra existencialista, se atrevió a acuñar una categoría clínica de aplicación estricta a donostiarras, el «complejo de Ramuntcho».

La que tiene un punto más de universal es la chica, Gracieuse, que marea la perdiz hasta el último momento, cuando despide fríamente al pobre Ramuntcho a las puertas del convento, devolviéndole el rosario de su madre y diciéndole que le encomienda a la Virgen para su largo viaje. Será Gracieuse, piensa el lector, pero maldita gracia la suya.

A mí, la verdad, Ramuntcho me gustó en mi primera lectura adolescente, pero, más que vasca, me pareció andaluza, tipo Pepita Jiménez. Y es que, para ser justos, el título debería haber sido Gracieuse, no Ramuntcho. Así lo entendió el ilustrador de la Thomas Nelson, que pintó una monja de armas tomar, casi una monja alférez, y un Ramuncho un poco alfeñique para ir de contrabandista.