ABC-IGNACIO CAMACHO

La presunción de inocencia rige en el plano jurídico, en el mediático, en el social, porque es una regla de conciencia

TE lo preguntan en las cenas bajo la dulce luna llena de agosto, entre bocado de tarantelo de atún de Barbate y sorbo de vino blanco: «¿Y tú, qué opinas de lo de Plácido?». Y tú, que eres ingeniero, o periodista, o profesor, o comerciante, o médico, o funcionario, tienes que emitir tu veredicto, culpable o inocente, como en aquel jurado de «Doce hombres sin piedad» en el que los prejuicios estaban a punto de prevalecer ante las evidencias. Pero al menos los colegas de Henry Fonda habían asistido a un juicio, con sus testificales, sus contradicciones, sus pruebas. Y tú, como tantos miles de veraneantes que en ese mismo momento debaten la cuestión en cualquier punto de España con superficialidad idéntica, sólo tienes tu equipaje emocional, de mucha o poca simpatía por el personaje o por el «MeToo» feminista, para decidir sobre la reputación –es decir, sobre el patrimonio civil, el más precioso de los intangibles– de un hombre famoso con tu absolución o tu condena. Porque de eso trata «lo de Plácido», de una sentencia coral pronunciada por millones de voces cuyos propietarios desconocen los detalles del problema. Y sólo cabe en esa circunstancia una postura razonable y ética: darte cuenta de que lo que está en juego no es la conducta sexual de una figura de repercusión pública gigantesca, sino un concepto esencial que trasciende a los mecanismos judiciales para convertirse en la regla elemental de un sistema civilizado de convivencia. Y es el respeto al principio de la presunción de inocencia, en el plano jurídico, en el mediático, en el social, incluso en el de la intimidad de las conciencias. Tanto en las salas de vistas como en la más trivial charla de sobremesa.

De eso va «lo de Plácido». No de creer –pura subjetividad– a él o a sus acusadoras, ni siquiera de lo que hace muchos años pudo suceder, o no, entre las bambalinas de un escenario. Porque eso, simplemente, no lo sabemos hasta ahora con el único soporte de un borroso relato. Va, como tantos otros casos de denuncias de acoso, o de maltrato, o de corrupción, del derecho elemental de todo ser humano, conocido o anónimo, admirado o antipático, a ser declarado no culpable –por la justicia, faltaría más, pero también por la opinión pública– hasta que se demuestre lo contrario. Que muchas veces se ha demostrado cuando el sujeto ya ha sufrido el destierro moral, el repudio colectivo, el estigma de los apestados. Va de una sociedad acostumbrada a erigir tribunales populares multitudinarios que emiten su fallo en función de prejuicios políticos o ideológicos, incluso de caprichosos estados colectivos de ánimo. Va de la indefensión de cualquier ciudadano ante un procedimiento sumarísimo tan frívolo como arbitrario.

Recuérdalo cuando te pidan tu veredicto en la relajada conversación de la noche de verano. Porque no es de Plácido, sino de la libertad, de lo que estáis hablando.