Los de la basura

LIBERTAD DIGITAL 03/05/16
JUAN CARLOS GIRAUTA

El Rajoyesco Cuerpo de Difamadores, también conocido como «los de la basura», cuenta con un arma definitiva, una que rasga famas y rompe prestigios con tal eficacia que el blanco queda irrecuperable. ¿Y cuál es esa arma? ¿En qué consiste? ¡En acusarle a uno de haber sido del PP! Desconcertante, ya lo sé.

Debo de ser un verdadero canalla porque, tal como se han encargado de difundir, concurrí a tres elecciones bajo el logo del PP. Las municipales de 2003 por Castelló d’Empúries, bello pueblo costero gerundense, como cuarto de la lista. Las catalanas de 2003 por Gerona, en idéntica posición. Las generales de 2004 por la misma provincia, cerrando la lista. Alicia Sánchez Camacho, entonces presidenta del PP gerundense, había solicitado mi ayuda en la provincia más dura de España para su partido. Sería la única circunscripción donde el PP se quedaría sin representación en 2004. Durante meses conduje cientos de kilómetros diarios, gastándome la pasta y la energía en precampañas y campañas a cambio de nada. A diferencia de los otros asesores, no cobré ni un euro. Lo hacía por convicción, y mi nombre iba de relleno; todos sabíamos que no existía la más remota posibilidad de obtener concejalía o escaño más allá del primer puesto de la lista.

Aún no existía Ciudadanos, que se fundaría en 2006. Creí un deber cívico ayudar al único partido [al que entonces creía] no contaminado por el nacionalismo, al único capaz de hacerle frente en última instancia. Y lo ayudé en el lugar más difícil, la provincia a la que los altos cargos, cuando se dejaban ver en campaña por allí, llamaban «territorio comanche». Luego, cuando el PP era linchado sin piedad y de forma permanente en los medios catalanes, lo defendí a diario, y a solas, en platós y estudios radiofónicos. Estrictamente a solas. Cualquiera de mis conciudadanos lo sabe. Sin embargo, en el relato que Génova ha tejido sobre mí, ahora que soy portavoz de Ciudadanos, todo lo que hice fue interesado: en realidad quería un escaño.

Tanto lo querría que luego rechacé por dos veces la oferta de Albert Rivera para ir en sus listas; en ambas ocasiones habría salido elegido. Los afiliados y simpatizantes de Ciudadanos que fueron testigos de mi compromiso público con su partido se llevarán las manos a la cabeza cuando lean las acusaciones de arribismo: llegué cuando todos daban por muerta a la formación, que acababa de cosechar unos 20.000 votos en toda España. Nunca me ha importado estar en minoría; me atengo a mis principios por encima de cualquier consideración y, por supuesto, por encima de las siglas. He defendido ininterrumpidamente la Constitución del 78 desde antes de que se promulgara; no todos en el PP pueden decir lo mismo. No calculé dedicarme a la política: me ganaba bien la vida como periodista de opinión y disfrutaba sobremanera al ver publicadas mis columnas; hoy gano menos y trabajo mucho más que entonces. No alegro los oídos de nadie ni sirvo para cortesano; he abandonado trabajos bien remunerados por discrepancias éticas o estéticas. Así que soy lo contrario de un arribista. Sé que nada de esto hará dudar a los lanzadores profesionales de zurullos genoveses.

Ah, antes de ser del PP fui socialista. Sí. Hasta 1986. Me fui hace ahora treinta años. Con mi arribismo habitual, dejé el PSC justo antes de la segunda victoria de Felipe González, después de haber trabado amistad con quien mucho decidía y todo lo decidiría en calle Nicaragua. Pero eso seguro que se lo explicará un día de estos Pepe García Domínguez, otro tan arribista como yo.

Como sospecha el lector avispado, el único partido al que Génova tiene por amigo estratégico es Podemos. Y el único al que tiene por cordial enemigo es Ciudadanos. Por eso trataron de acabar con Rivera comerciando en venales zahúrdas con una falsa hoja de inscripción… ¡a Nuevas Generaciones! Por eso envían copias de viejas papeletas a las redacciones acusándome ahora a mí de haber concurrido en sus listas. ¡Alguien que hace tal cosa no tiene perdón de Dios!, oigo ya exclamar a Celia Villalobos de Arriola. ¿Ha sido usted alguna vez comunista, cazabrujas?

¿Por qué usarán sus armas de destrucción masiva contra Ciudadanos, un partido constitucionalista que permite el gobierno del PP en cuatro comunidades autónomas y trece capitales de provincia? Por varios motivos. De entrada, y abreviando, porque consideran que nuestros votos son suyos. Loca premisa que llevó al pobre Maroto a afirmar, al conocer los resultados de diciembre (y su falta de escaño), que tres millones y medio de españoles votantes de Ciudadanos habían arrojado su voto a la papelera. O sea, que lo de ERC o Bildu sí estaba bien votado, o lo de Compromís, o lo de DyL. Eso no iba a ninguna papelera, eso permitía una justa representación de todos los ricos matices políticos del noble pueblo español. Pero los cuarenta escaños de Ciudadanos eran detritus, no pintaban nada.

Podemos les encanta. Es por la retroalimentación y porque, a fin de cuentas, es hijo suyo; y no me refiero a que sean la indignada respuesta a sus políticas; me refiero a una relación padre-hijo. ¡Qué digo! ¡Madre-hijo! Hablo del minucioso mimo con que se les ha amamantado bajo los focos y abrigado en las frías alcantarillas del Estado. Hablo del espantajo que permite advertir «yo o el caos» y partirle las piernas al PSOE. Hablo de sustituir a los socialdemócratas por los revolucionarios para perpetuarse en el poder. Los figurones más extravertidos de la derechita viven esta paternidad, esta maternidad con tanto orgullo que a menudo se emocionan y rompen en públicos panegíricos a los chicos del comunismo bolivariano que un día cerrarán sus medios. Cosas de los conservadores españoles.