JAVIER ZARZALEJOS-EL CORREO
Se está consolidando una práctica política que hace de la repetición electoral una especie de segunda vuelta a la que el candidato frustrado puede recurrir para mejorar sus resultados
 

Si efectuadas las citadas votaciones no se otorgase la confianza para la investidura, se tramitarán sucesivas propuestas en la forma prevista en los apartados anteriores». Eso es lo que dice el párrafo tercero del artículo 99 de la Constitución en el que se establece el procedimiento y las condiciones para la investidura del presidente del Gobierno, que ha de producirse «después de cada renovación del Congreso de los Diputados, y en los demás supuestos constitucionales en que así proceda». Y conviene recordar esta párrafo que parece olvidarse en el juego político y las maniobras tácticas a las que venimos asistiendo desde las elecciones de abril.

Es cierto que España vive sin Gobierno en plena capacidad desde hace casi cuatro años. Las generales de diciembre de 2015, ganadas por el Partido Popular, no produjeron la mayoría necesaria y hubo que repetirlas seis meses después. Ahora, en condiciones distintas, la posibilidad de una repetición electoral cobra fuerza aunque nadie dice quererla.

La cuestión es que, olvidando que la disolución del Parlamento y la celebración de unos nuevos comicios es la salida por defecto que prevé la Constitución, esa repetición de elecciones, en contra de su sentido constitucional, se está convirtiendo en una opción más entre las diferentes posibilidades que el candidato a la presidencia puede tener ante sí. Basta con que no haga nada -aunque parezca que lo hace- para que una vez puesto en marcha el reloj la nueva cita con las urnas caiga de manera inexorable. De este modo se está consolidando una práctica política que hace de la repetición electoral una especie de segunda vuelta a disposición del candidato frustrado a la que este puede recurrir según crea que mejorará o no sus resultados. Esto es exactamente lo que está haciendo Pedro Sánchez. Pero no es ese el sentido constitucional del proceso de investidura.

Las elecciones tienen dos objetivos. El primero constituir la expresión de la voluntad popular en condiciones de igualdad, y concurrencia entre los diferentes partidos. Pero si solo fuera eso, los comicios serían más bien una encuesta cien por cien exacta sobre las preferencias políticas de los ciudadanos. Por eso, su segundo objetivo es el de producir un Gobierno a partir de esos resultados y ahí es donde entran en juego los procedimientos y prácticas de la democracia parlamentaria para conseguirlo. Puede que pese a todo no sea posible, pero hay que intentarlo seriamente.

Esto es lo que prevé y lo que pide ese párrafo tercero del artículo 99 de la Constitución convenientemente olvidado, cuando afirma de manera concluyente que en caso de que el candidato no logre la confianza del Congreso para su investidura, «se tramitarán sucesivas propuestas». No dice que «podrán tramitarse», o que «se tramitarán, en su caso». La Constitución insta a que el procedimiento de investidura agote todas las posibilidades antes de que se produzca la convocatoria automática de elecciones. Es verdad que no impone lo que en terminología jurídica sería una «obligación de resultado», pero sí carga con un «deber de actividad» a quien es propuesto como candidato para que se pueda constituir un Gobierno con apoyos suficientes. En el sistema español la confianza no se otorga al Ejecutivo, sino a su presidente, razón de más para exigir una especial diligencia a quien de manera tan personalizada es señalado por la Constitución para asumir la responsabilidad de obtener la confianza de la Cámara.

Por eso cuando se escucha hablar de nuevas elecciones con la ligereza con la que está haciendo, lo que realmente se hace es devaluar la responsabilidad que impone la Constitución. Se implanta una interpretación del procedimiento de investidura en clave estrictamente partidista, que convierte esa solución de último recurso en una segunda vuelta optativa según la conveniencia del candidato del partido mayoritario, que en este caso es Pedro Sánchez. Con esta práctica, que Sánchez parece dispuesto a consolidar, se está construyendo lo que puede terminar siendo una verdadera mutación constitucional que modifique de hecho el artículo 99. De este modo, siempre que los resultados resulten incómodos para formar Gobierno, o existan expectativas de mejorar resultados, bastará no hacer nada para que las nuevas elecciones se impongan como una ronda electoral no prevista en la Constitución.

No se trata de pronunciarse sobre las bondades del procedimiento de segunda vuelta para reducir la fragmentación electoral. En Francia, de momento, ha servido para parar a Le Pen, pero eso es otra cuestión. Lo que es claro es que ninguna reforma del artículo 99 -y Sánchez ya la ha sugerido- puede sustituir la responsabilidad de los principales actores políticos. No hay en democracia ningún sistema que automáticamente produzca gobiernos y menos aún en un estado de fraccionamiento de los espacios políticos a derecha e izquierda como el actual. La Constitución no hace ejecutivos, habilita para hacerlos de un color o de otro, que es cosa bien distinta.

Lo que estamos contemplando en Reino Unido nos recuerda que hasta los sistemas parlamentarios más ejemplares son susceptibles de degradarse cuando se apodera de ellos la incompetencia, la demagogia, el populismo y la brecha sectaria. Ese peligro real debería recordarse en estos días cuando el último motivo de especulación es el posible apoyo gratuito que Podemos podría prestar a la investidura de Sánchez, pero sin compromiso con el futuro Gobierno. Si eso fuera así, ¿qué ocurriría y dónde quedaría la Constitución si Sánchez, disponiendo de una mayoría suficiente para ser investido, rechazara ser propuesto?