Los intrusos

ABC 15/02/17
IGNACIO CAMACHO

· Políticos en las cajas, políticos en los organismos supervisores. Codicia unida a la sumisión y a la incompetencia

MUCHOS y muy grandes fueron los errores de la burbuja financiera, pero quizá ninguno más grave que el de entregar a los políticos el control de las entidades de ahorro. Hasta dos leyes se redactaron para perfeccionar esa intrusión que dejó las cajas en manos de poderes autonómicos, provinciales y hasta locales, lo que las convertía de facto en una banca nacionalizada. Las consecuencias fueron letales porque a la codicia se unió la incompetencia. Gente inepta y rapaz con acceso al dinero: la situación perfecta para una catástrofe. Lo raro fue que no se produjera antes.

Sucede que se trata de un sector regulado. Incluso en el delirio de supremacía que envolvió a la clase política y le otorgó una aureola de impunidad omnipotente, la ley reservaba al Banco de España y a la Comisión del Mercado de Valores la autoridad supervisora. Se suponía que en el último escalón existía un control técnico, experto, profesional y sobre todo independiente, capaz de evitar decisiones caprichosas. Es obvio que eso también falló. Sobre todo falló la independencia porque los partidos también habían permeabilizado con su longa manus los organismos encargados de la vigilancia fiscalizadora.

La imputación del gobernador Fernández Ordóñez y de otros directivos del BdE y de la CNMV no es más que el testimonio tardío de esa quiebra de responsabilidades en cadena. Sin presuponer culpabilidad alguna, la revisión judicial de la ruina de las cajas exigía una explicación fundada del papel permisivo de los reguladores en la crisis financiera. El aquelarre de prácticas bancarias irregulares fue consentido con una manga ancha inseparable de sus consecuencias. Por sumisión, por timidez, por negligencia, por miedo o por torpeza.

Pero sobre todo por supeditación al criterio político. El bipartidismo se había repartido el sector de forma piramidal: el Gobierno ponía en el Banco de España a alguien de su estricta confianza y las cajas nombraban directores de sucursal –literalmente– a líderes locales de partido. En medio, una trama turnista de intereses sindicados al poder de las instituciones se ocupaba de que las correas de transmisión funcionasen con el engrase debido. En la época zapaterista, la conexión política alcanzó grados de paroxismo. Eran los tiempos del dinero fácil, del fulgor inmobiliario, y nadie pensó que podía acabarse el ciclo expansivo. Bankia resultó el epítome de aquel quid pro

quo siniestro. Controlada por el PP, emprendió una fuga hacia delante para escapar de su propio incendio. El Gobierno del PSOE le dio luz verde porque era demasiado grande para caer y todo el mundo conoce –y sufre y paga– cómo acabó el proceso. En esa fosa de complicidades recíprocas no sólo se hundió el sistema de crédito; se desplomó la confianza y cundió la idea difícilmente rebatible de que la política había disipado la prosperidad a base de vulgar mangoneo.