Los juegos fecales

ABC 06/08/16
IGNACIO CAMACHO

· Aguas fecales en Río: metáfora de la degradación olímpica. Juegos manchados de política, de corrupción y de dopaje

EN pleno caos olímpico de Río de Janeiro, con la protesta invadiendo las calles y los sifones sanitarios reventados en la villa de los deportistas, sería un ejercicio de odioso ventajismo acordarse de que en 2009 había una candidata llamada Madrid que tenía la mitad de las infraestructuras construidas. O no. Lula ganó los Juegos con un mapa –el del olvido de Suramérica en la historia de las sedes–, un sugestivo discurso sobre el paradigma de los países emergentes y la promesa de un negocio constructor a gran escala. Hoy él y su sucesora están procesados por corrupción y Brasil es un polvorín social, un colapso económico y un fracaso político.

Pero no son sólo la desastrosa organización y la inestabilidad brasileña los factores que amenazan los Juegos 2016. La cúpula del COI está diezmada por los sobornos, Rusia no puede competir por dopaje de Estado y todo el olimpismo sufre las sacudidas de la tensión geopolítica y los escándalos del hiperprofesionalismo. La rutilante herencia de Samaranch ha quedado malversada hasta el punto de que en Barcelona, la ciudad que le debe su proyección a la modernidad, su nombre está en la picota simbólica del rencor populista. Y la sombra del engaño tramposo, la sospecha de fullería sistemática, afecta al ámbito sagrado de las pistas. A la limpieza de la competición misma.

Cuando la política entra por la puerta, el deporte salta por la ventana. El movimiento olímpico anda envuelto en una crisis parecida a la de los años 80, la de los boicots de Moscú y Los Ángeles, de nuevo con la rivalidad estratégica de las potencias como factor de una discordia internacional agravada por la incertidumbre financiera y la intimidación del terrorismo. En estas condiciones, una nación en apuros como Brasil no es que no pueda garantizar el éxito, sino apenas una mediocre normalidad que ya fue imposible en el pasado Mundial de fútbol. El sanedrín de influencias del COI no quiso escuchar aquel aviso; estaba demasiado sujeto por los lazos invisibles de sus compromisos.

Y luego está la mancha del dopaje, que extiende una pringue de duda sobre el espíritu de igualdad deportiva y tizna las medallas con un interrogante sombrío. En Pekín se hizo la vista gorda sobre los asombrosos progresos atléticos chinos, y ahora los deportistas rusos se han estrellado contra el espeso filtro de un escrutinio colectivo. La metáfora más nítida de esta degradación de las Olimpíadas es el reventón de las cañerías en las viviendas de los atletas y la advertencia a los regatistas de que si se caen de la embarcación tendrán que nadar entre aguas fecales. Las ucronías son ficción; nadie garantiza que en otra sede los Juegos habrían sido mejores ni moral o físicamente más limpios. Pero es dudoso que en alguna ciudad mejor preparada –pongamos que hablo de Madrid– los participantes corriesen peligro de tragar, literalmente, mierda.