Editorial-El Mundo

PARAFRASEANDO a Tolstói podríamos decir que cada nacionalista vive el hecho diferencial a su manera, pero desde fuera todos los nacionalismos se parecen. El principal enemigo al que se enfrenta Europa, hoy como ayer, sigue siendo esa reaccionaria pulsión de frontera que prefiere la homogeneidad al mestizaje, el proteccionismo al libre comercio y la identidad a la ciudadanía. Contra sus periódicos y agresivos desbordamientos se fundó la Unión Europea, uno de cuyos máximos valedores es Emmanuel Macron. Una Córcega más nacionalista que nunca tras la arrolladora victoria de la coalición nacionalista en las elecciones regionales de diciembre recibe estos días la visita del presidente de Francia. Macron se significó durante su campaña por tratar a los ciudadanos como adultos, es decir, capaces de encajar la verdad. Y la verdad es que el cultivo del particularismo debilita a la República –Alsacia sería la siguiente en reclamar privilegios con coartada historicista–, y por tanto a la Unión.

Macron se reunió con los líderes nacionalistas y escuchó sus demandas, que se resumen en tres: la cooficialidad de la lengua corsa, el reconocimiento de un estatuto propio para la región y el acercamiento de los presos corsos a las cárceles de la isla. Si al lector español le suena esta clase de reivindicaciones es, como decíamos al principio, porque todos los nacionalismos se parecen. Así como se parecen las maneras de combatirlos. Por eso el presidente francés decidió comenzar su visita por Ajaccio. «Ni indulgencia, ni olvido, ni amnistía», sentenció al pie del lugar exacto donde cayó el prefecto de policía Claude Erignac, asesinado por terroristas corsos hace 20 años. Así que Macron no ha ido a Córcega a negociar, sino a exhibir «una clara línea de autoridad» en defensa de la igualdad de todos los franceses. La unidad nacional, en Francia como en España, no es un capricho anacrónico sino una garantía de equidad en el trato que del Estado merecen todos los ciudadanos, entre otras muchas consideraciones de hondo valor.

Lo que sí diferencia al nacionalismo corso del nacionalismo catalán es que el segundo hace mucho que superó con creces todos los objetivos por los que suspiran los partidos de la isla francesa. El catalán es una lengua cooficial consagrada como tal por la Constitución española, y el Estatuto de Autonomía regulaba el profundo autogobierno de la comunidad catalana hasta que sus desleales dirigentes decidieron jugárselo a una quimera unilateral de independencia que forzó la aplicación del 155. El hecho es que no hay ningún país de Europa más descentralizado que España, ni más respetuoso con las normas y tradiciones de sus plurales pueblos. Un nacionalista corso mira a uno catalán y se pregunta de qué demonios se queja. Como no sea de haber perdido la autonomía por su contraproducente ensueño de emancipación.